Publicado originalmente el 18-03-18. Escrito por Rodrigo Ahumada.
Han pasado casi 18 años desde que Josemári Recalde Rojas (Lima, 1973-2000), presentó su Libro del Sol dos semanas antes de su muerte. Un conjunto de poemas que ponen en evidencia las preocupaciones y el talento del poeta que hizo del fuego el elemento esencial de su obra y su vida. Y han pasado casi 11 años de mi primer encuentro con los versos de este imprescindible poeta y cada vuelta a su lado me confirma que fue una de esas voces que no cesó de explorar, experimentar, de unir las delicias de la cotidianidad con el aliento de lo místico y que la herencia que nos ha dejado va más allá de los mitos de su vida.
Mucho se lee de su trágico final y muy poco de la valoración de su obra que, a pesar de no ser extensa, marcó a toda la generación del 90, siendo una de las voces más sobresalientes por el hecho de no buscar estar en la línea de escritura de sus contemporáneos. El manejo del elemento autobiográfico y de lo cotidiano, el uso de símbolos y alegorías, el amor por el lenguaje, dan testimonio de su constante búsqueda estética. El matrimonio entre lo divino y lo mundano que se encuentran en su poesía dan forma a ese lado del poeta que recorre el camino hasta alcanzar su propia voz, para así lograr despertar como lo hace en el poema Transportación.
La mística impregnada en sus versos se pasean entre rituales chamánicos. El poema Hombre lluvia narra alguna de estas experiencias. Aquí un fragmento:
Y delicadamente me sugiere ser,
hecho agua me lleva en su viaje al sueño
donde el viento es un sentimiento
y las aves trinan en idiomas de oro,
es plata más arriba todo,
más arriba es selvas de luz todo,
y ya tu corazón no está en tu cuerpo,
sino dónde: ¿en todo?
¿o tan sólo desapareció sin darme cuenta,
goteando deshaciéndose sin que lo viera,
hasta ser
algo que está más allá, a lo cual se llega,
sucesión de extensiones como una sola extensión
y encontrarse?
Aquellas experiencias que hacían de la unidad del cuerpo parte del todo universal, una cosmovisión que para él también nos define; y de tradiciones judeocristianas, como se lee en su poema dedicado a Santiago de Compostela que se conoce por ser la culminación de la ruta de peregrinación del Camino de Santiago. Lugar donde, se supone, yacen los restos del apóstol Santiago. El poeta ve en ambas cosmovisiones un punto en común del cual ha bebido de la tradición cultural peruana en su tránsito hacia la luz. Es aquella luz (¿del sol? ¿del conocimiento? ¿de la vida?) en un principio buscada y anhelada, la que se vuelve parte de su existencia.
Porque desde que lees los poemas de Josemári te das cuenta de que la búsqueda (palabra recurrente cuando se trata de hablar de su obra) va más allá del acto de escribir. Porque la escritura es como “el advenimiento de una asunción”, y esa asunción… ¿qué es? ¿Será asimilar el esplendor? ¿Será saber que se está acá en esta vida siempre errante? ¿Será la vida misma? O como él mismo lo diría en sus versos:
Y ahora con los avatares de la cotidianidad, he
aprendido
que la vida es imprescindible y hermosa, que es tan
simple
como una mirada, tan compleja como un teorema,
tan nada, tan todo.
La poesía de Recalde es un viaje de purificación en donde la lluvia y el fuego son parte del ritual –así como también lo es el acto de escribir– para encontrar el Sentido y la Belleza en medio de tiempos oscuros.
Transportación
Cuando despertó, lo hizo en el poema.
Dentro del bosque, un letrero sin énfasis rezaba:
“La vida os da la bienvenida”.
Cada ser humano es un logro de la vida.
Cuando despertó, lo hizo en el poema,
y el poema era inundado de luces,
de diversos colores surtidores.
El poema era el espacio
para transitar
humano.
Nunca pensó que ingresaría de ese modo.
Ni que el poema sería tal floresta.
“Qué lástima, se dijo,
no poder permanecer aquí en el poema
y tener que volver”;
era ahí la estancia tan real…
Allí todo se transía de mensajes.
Allí el pie tanteaba anonadado.
Y blandamente se adormía uno a una espera
que no podía sino ser para faenar luego,
ya fuera del poema,
en el mismo huerto que no se divide de nada.