La acción política se alimenta de una clase de inquietud que empuja hacia la transformación de la realidad. Se trata de una inquietud que es preciso vigilar, porque puede decaer hacia esa forma de extremismo del que brota la propensión hacia las utopías o que, simplemente, sirve de coartada y camuflaje para impulsos patológicos y destructivos que, aprovechando los resquicios de imperfección o incluso injusticia que puede presentar la realidad, vuelcan sobre esta todo su desproporcionado, y en origen indiscriminado, potencial de destrucción. Hay gente, pues, vocacionalmente dispuesta a enfrentarse con el mundo, a buscar culpables de algo, enemigos hacia los que dirigir su agresividad; personas esencialmente inadaptadas que necesitan encontrar sobre quién proyectar su global rechazo del mundo. Esa gente encuentra precisamente en la política una manera de dignificar su patología destructiva.
De esa disposición se han alimentado, pues, ideologías que han ido dejando su rastro de sangre y fuego a través de la historia. El síntoma de que nos hallamos ante alguna de ellas es la manera en que enfáticamente interpretan el mundo como escenario de ineludibles confrontaciones entre bandos que sólo pueden terminar con la victoria aplastante del uno sobre el otro; podremos ver que asoman esas ideologías cuando se hace evidente la desproporción entre la clase de conflictos hacia los que apuntan y la violencia, sectarismo y obcecación con los que se desenvuelven en ellos.
Durante un siglo, la idea de la “lucha de clases” vino a servir de camuflaje a muchas de estas personas portadoras de instintos antisociales (todavía sigue haciéndolo, aunque de modo más o menos residual). Los cien millones de muertos achacables al comunismo dan testimonio de ello. El marxismo real retorció la filosofía de Hegel, que exigía la fusión dialéctica de los contrarios, y la convirtió en instrumento intelectual con el que dar legitimidad al aplastamiento de una de las dos clases sociales, la burguesía, por parte de la otra, el proletariado (hablamos, recordémoslo, de meros camuflajes: en realidad, un sector social, el que tenía su sustento en el partido y en la burocracia estatal, se dedicó, bajo estos regímenes, a aplastar sañudamente al resto de la población). Otra idea utópica, la de la pureza racial, apenas disimuló los instintos antisociales de aquellos otros que, de la mano del nazismo, llevaron a Alemania, y de paso al resto del mundo, a la catástrofe. Hoy vivimos el auge de otra idea, la de la yihad o guerra santa, que sirve de camuflaje a otras mentes asimismo propensas a la psicopatía.
El feminismo goza de una indudable legitimidad de origen: no hay más que ver el escaso número de veces que la mujer ha estado en el primer plano de la historia para fácilmente deducir que debajo de ello ha discurrido una larga trayectoria de maltratos o, cuando menos, de sometimiento. Sin embargo, aprovechándose de los complejos y sentimientos de culpa del hombre de hoy (del hombre occidental, más en concreto) generados por aquellas injusticias, ha ido aupándose sobre aquel feminismo legítimo una clase de extremismo antisocial y excluyente del mismo tipo que las malhadadas ideologías antes referidas, que sibilinamente ha acabado impregnando a ese compacto conglomerado de la opinión pública que rige como “lo políticamente correcto”.
Fue al final de los años sesenta del pasado siglo cuando irrumpió con toda su fuerza ese feminismo radical que, tomando el testigo del resentimiento que le legaba la anterior y ya declinante lucha de clases, partía de la consideración de que las relaciones humanas están determinadas por una consustancial lucha de sexos. Hombres y mujeres, según eso, no podrán contar nunca con un ámbito que compartir y en el que encontrarse y complementarse, porque su relación es en realidad el campo en el que se desarrolla una ineludible confrontación y lucha de poder. Uno de los textos de referencia de ese feminismo radical fue el Manifiesto SCUM (iniciales en inglés de “Manifiesto de la Organización para el Exterminio del Hombre”), de Valerie Solanas, que a través de formulaciones demasiadas veces grotescas y disparatadas viene a dar expresión supuestamente feminista a lo que no es sino un cauce más a disposición de aquel impulso resentido y a la busca de enemigos a los que odiar de los que hablábamos antes.
Para Solanas (y hay que entender que para las muchas feministas radicales que tienen sus escritos como imprescindible referencia), “el hombre es un egocéntrico total, un prisionero de sí mismo incapaz de compartir o de identificarse con los demás, incapaz de sentir amor, amistad, afecto o ternura”. O dicho con más crudeza todavía: “Cada hombre sabe, en el fondo, que sólo es una porción de mierda sin interés alguno”. Hasta ahora el hombre ha ejercido su dominio a través de la institución familiar: “Se las ingenió para crear una sociedad basada en la familia, una pareja hombre-mujer y sus hijos (el pretexto para la existencia de la familia) que virtualmente viven uno encima del otro, violando inescrupulosamente los derechos de la mujer, su intimidad, su salud”. Concretamente, la paternidad ha permitido “proporcionar al hombre la máxima oportunidad para manipular y controlar a los demás”. Pero reduzcamos la cuestión a sus justos términos: “la función del macho es la de producir esperma. En la actualidad (sin embargo) existen bancos de esperma”. Las cosas, pues, están cambiando: “El amor no es dependencia ni es sexo, es amistad (…) Al igual que la conversación, el amor solamente puede existir entre dos mujeres-mujeres seguras, libres, independientes y desarrolladas”. El punto al que se ha llegado es aquel en el que se hace “necesario haberse hartado del coito para profesar el anti-coito”. Parecería que asimismo hemos llegado a poder plantearnos el asunto en los siguientes términos: “saber si deberá continuar el uso de mujeres para fines de reproducción o si tal función se realizará en el laboratorio”. En realidad, ya tenemos la solución: “la respuesta es la reproducción en el laboratorio”. Sin embargo, si somos decididos (decididas, perdón), podemos llevar el asunto a sus últimas consecuencias: “¿Por qué reproducir? ¿Por qué futuras generaciones? ¿Para qué sirven? ¿Por qué preocuparnos de lo que ocurra una vez muertos?”. Y en conclusión: “Eliminad a los hombres y las mujeres mejorarán. Las mujeres son recuperables; los hombres, no”.
Parecería que estas pintorescas formulaciones (y otras más sobre las que no nos extenderemos) son el simple producto exudado por una mente delirante. Y, efectivamente, Valerie Solanas fue finalmente diagnosticada como esquizofrénica. Pero con un mayor o menor añadido de sutileza, es este tipo de ideas lo que está en el sustrato de la llamada ideología de género. “Género” es precisamente, un concepto nuclear (hoy asumido por la generalidad) de este feminismo extremo, con el que se pretende sustituir a otro concepto digamos que meramente organicista, el de sexo: ser hombre o ser mujer es para este tipo de feminismo una mera etiqueta cultural, perfectamente independiente de las adscripciones que tenga previstas la biología, y, por supuesto, de mayor entidad que lo que tenga que decir el hecho de tener unos genitales u otros. Por otro lado, que en España hayamos pasado de ser en 1975 el país europeo con un más alto índice de natalidad a ser ahora mismo el país del mundo con un índice de natalidad más bajo, habla del modo en que, de una u otra manera, esa cultura enfrentada a la “familia reproductora” que manó del feminismo radical ha ido impregnando nuestra mentalidad durante las últimas décadas. Y en fin, de modo sibilino, camuflada como instrumento legal supuestamente destinado a promover la igualdad entre sexos, la Ley Integral de Violencia de Género actualmente vigente está cumpliendo un impagable servicio a esta extremista y excluyente ideología de género. De manera tal que hemos llegado a una situación en la que la magistrada de Barcelona María Sanahuja pudo, por ejemplo, afirmar en octubre de 2011: “Ya existen españoles con penas de seis meses de cárcel sólo por decir a sus mujeres ‘vete a la mierda’”. O en la que el magistrado de Granada Manuel Piñar Díaz llegó a emitir en septiembre de 2011 una sentencia a raíz de una falsa denuncia de malos tratos en la que afirmaba: “Con este excesivo celo ideológico de proteger a la mujer, se está llegando a quitar la dignidad a determinados varones que son denunciados y sometidos a procedimientos que con frecuencia comprenden detención y escarnio público, lo que no hace sino alimentar la violencia, dar un paso atrás en la igualdad ante la ley y en última instancia en el Estado de Derecho”.
Siempre les quedará a los defensores de la ideología de género (y a la gran parte de la población que ha sido seducida por sus ideas extremas y anti igualitarias) la posibilidad de negar la realidad y decir que esas afirmaciones expuestas son falsas. O desdeñables por ser poco significativas… Un síntoma más de que la ideología de género está triunfando, de que se ha impuesto como lo políticamente correcto y de que todos los que no pasamos por el aro y aceptamos sus presupuestos somos simplemente unos machistas.
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