Revista Opinión
Obviando el trasunto mediático y las subtramas de presunta corrupción, mirando solo la pose, el rictus facial, la forma de presentarse en público, solo eso, ya tiene uno la sensación de estar ante una forma ilustrada de cesarismo, de optimismo triunfalista, de sentir que el poder de las urnas da alas, ajeno a la voluntad popular. Barberá y Camps representan un estilo de política pornográfica, impúdica escenificación de quien no cree tener el poder de prestado, sino a espuertas, a libre albedrío, con el ciego beneplácito de la concurrencia. A un sector de la población española esta puesta en escena les genera la seguridad de estar del lado de los triunfadores, del caballo ganador. Más aún ahora que las lentejas no están seguras, es fácil claudicar, declinar el sentido común por una esclavitud consentida. Cuando el rico ríe, el pobre espera. El conservador español funda su credo en la teoría del efluvio económico: la suerte del rico acaba por beneficiar a las clases menos venturosas. Por eso, es esperable por lógica meridiana que el que no tiene rinda pleitesía al que puede. Y si no, claro está, es un desagradecido, poco patriota, o un vago. No es extraño que algunos imputados se sorprendan cuando se les pide cuentas. ¡Con lo que hemos hecho por España! Así se nos paga. El mediocre, el resentido, la izquierda bullanguera y populista, a su juicio, tan solo sirve para soliviantar al pueblo contra los poderes fácticos, quienes son a todas luces sufridos salvadores de la patria, fuente de progreso y protectores de la moral nacional. No se puede, creen, atacar a quien con su sano egoismo genera riqueza para el resto. Debieran dejarles hacer, confiar en la sabia destreza del triunfador, y esperar ser agraciados con las sobras de su fastuoso banquete.