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Cuándo es legítimo rebelarse contra la tiranía

Publicado el 18 agosto 2010 por Peterpank @castguer
Es de sobra conocido que la II República advino mediante un golpe revolucionario, ya que en el conjunto nacional ganaron las candidaturas monárquicas. Se remedió el principio de ilegitimidad mediante la convocatoria de elecciones constituyentes, de las que resultó la promulgación de la Constitución de 1931, muy influida por las directrices que marcó el Gran Oriente de España: radicalismo laicista, erradicación de la Iglesia católica, inserción de los secesionismos y otros excesos de inequívoco arraigo revolucionario. El revés de las elecciones de 1933, ganadas por la CEDA, excitaron aún más el ansia de asunción del poder mediante la violencia, la cual se consumó con la fallida revolución de octubre de 1934. La revancha de la derrota le llegó en las elecciones de febrero de 1936, precedida por virulentas huelgas y multitud de asesinatos, tantos de ellos cometidos por las milicias de las Juventudes Socialistas Unificadas, las cuales Santiago Carrillo llevaría a la disciplina del PCE, la primera de sus múltiples traiciones. El Frente Popular ganó unas elecciones fraudulentas durante las cuales muchas actas se falsearon a punta de pistola o se falsificaron a posteriori sin la presencia de los interventores de los restantes partidos. Un nuevo golpe de Estado revolucionario que acabó definitivamente con cualquier asomo de legitimidad de la II República. Y aunque a efectos oficiales, sobre todo de cara al exterior, perviviera la II República en los membretes de los papeles oficiales y de la titulación del gobierno, era lo cierto que había nacido la III República o República Popular.
La izquierda, y en particular el partido socialista, nunca renunció a su vocación revolucionaria de asalto al poder y su utilización totalitaria. Y bajo los gobiernos de Rodríguez, se han encadenado factores inequívocos de ilegitimidad.
Hoy el problema es de ilegitimidad manifiesta del actual sistema de democracia partitocrática, pues la Constitución de 1978 no fue redactada ni promulgada por unas Cortes Generales elegidas con carácter constituyente. Lo que, además de otros enjuagues previos que desvirtuaban la Ley de Reforma Política, aprobada en referéndum, aquejaban al sistema y a la Constitución de ilegitimidad de origen.
También   ha sido violada “la concordia” como posible sustento de legitimidad .  Se busca una coartada para salvar los escollos de una inequívoca ilegitimidad de origen. Atribuye la legitimidad del sistema a la concordia que prevaleció entre los nuevos partidos para superar los rescoldos y resentimientos de la guerra civil, así como los generados por el franquismo. Un antecedente que justifique la apelación a la concordia como fundamento de legitimidad lo ofrece Mills, defensor de la necesidad del consenso, del que extraigo una advertencia relacionada con la ilegitimidad. Sostenía Mills que si un gobierno no es, o se siente, responsable ante sus gobernados de los actos que les afectan cae en la más absoluta inmoralidad. Pero resulta que si la ley de amnistía podía tomarse como una voluntad de concordia, aunque en realidad obedeciera a motivaciones menos claras, la Constitución de 1978 llevaba en sus entrañas la discordia territorial y política con la introducción espuria del término “nacionalidades”, tomado del constitucionalismo soviético y obra de Rodríguez y Herrero de Miñón, personaje siempre disolvente y ligado a la Trilateral y por ende al NOM. No habría prosperado tan disparatada y perturbadora iniciativa sin el consentimiento consciente de una parte decisoria de quienes en el sodalicio parlamentario y en mesas de restaurante pactaban textos del articulado con pruritos ideológicos, de partido o de secta, igual que si cambiaran estampitas. Me refiero obviamente a la filiación masónica de algunos muñidores constitucionales. El monarca callaba y consentía mientras tanto; le convenía mejor llenar su bolsillo. Borboneaba, en fin,fiel a su estirpe. El nefasto Título VIII de la Constitución respondió a la necesidad de justificar y enmascarar el reconocimiento previo de la pretendida singularidad histórica, aunque la República optó por los regionalismos. Café para todos, se dijo entonces en seguimiento de Adolfo Suárez. Pero extra para los secesionismos y aguado e incluso de achicoria para otros. El Estado de las Autonomías, junto al término “nacionalidades”, dejaba abiertos postigos para que pudiera llegarse un día al federalismo ansiado por el partidos socialista desde su origen o a una suerte difusa de confederalismo. La posterior ley electoral que privilegiaba a las minorías secesionistas y al PCE tampoco puede atribuirse a una falta de visión política de quienes la amasaron. Fue una lógica consecuencia de la envenenada estrategia dispersiva que prevaleció en el diseño del Título VIII y en las transitorias y adicionales relacionadas con el mismo. Quedaron sentadas las bases para la discordia territorial a la que ni Adolfo Suárez ni Felipe González fueron ajenos y que Rodríguez ha conducido a extremos inauditos y esquizofrénicos. Y sin que al rey felón parezca haberle perturbado. Resulta llamativo que el proceso anteriormente descrito se adelantara al anuncio por Rockefeller en 1996 de la estrategia del NOM para la destrucción de los Estados-Nación. Pero no encierra secreto alguno. Se trata de un objetivo perseguido por la Orden de los Iluminados desde su mismo origen y del que España se convirtió en víctima preferente. Ya en el siglo XIX circuló un mapa sionista de Europa en que se anticipaban esos mismos secesionismos con Estados propios que durante el siglo XX han adquirido rudos perfiles reivindicativos y ya consumados en los Balcanes. Ocurría en lo que respecta a España que el iluminismo había fracasado una y otra vez en sus intentos de destruir la cohesión nacional en torno a la religión valiéndose en principio de liberalistas y progresistas y del partido socialista desde su creación por Pablo Iglesias en clave marxista. Conviene repasar nuestra torturada historia de los dos últimos siglos. El último intento se concretó en el asalto revolucionario al poder del Frente Popular, frustrado por la reacción nacional a cuyo frente estuvo Franco. La ocasión para la revancha llegaría con la muerte de éste. Nada se entenderá de lo acaecido desde entonces sin la subordinación al NOM de los principales responsables del dislate.
Consumada por Rodríguez la aniquilación de las expectativas de concordia y reiteradamente violada la burda Constitución a lo largo de su vigencia, la desaparición de este asidero de legitimidad y  la acumulación de ilegitimaciones de ejercicio, especialmente desde que Rodríguez accedió al poder “por accidente”. Resaltar los numerosos autogolpes de Estado que se han registrado desde el inicial de vulneración del mandato implícito y expreso de la ley de Reforma Política. Bajo los gobiernos de Suárez y González se registraron un buen número de ellos en nombre del monarca. Y lo fue sin duda alguna el sórdido aprovechamiento de la matanza de los trenes de Atocha por las huestes de Pérez Rubalcaba para dar la vuelta a las previsiones de los resultados electorales y aposentar a Rodríguez en la Moncloa, según convenía a la estrategia del NOM. Ni la prologada indagatoria judicial del magistrado del Olmo ni la sentencia del Tribunal de la Audiencia Nacional lograron delimitar de manera fehaciente quienes fueron los autores materiales de los atentados. Y aún menos quienes los diseñaron e indujeron. Una nebulosa que justifica las presunciones aventadas desde diversas plataformas de que con ellos se perseguía lo que finalmente resultó: la derrota electoral del sucesor designado por el prevaricador Aznar y el triunfo imprevisto de idiota Rodríguez, quien ya se había ocupado de perfilar su figura política como un radical anti Bush. Rodríguez ha roto en múltiples frentes la legitimidad de ejercicio y no pocas de sus acciones de calculados recortes a la soberanía estatal y a la unidad de España configuran indudables autogolpes de Estado. Una escalada disolvente que culminó con la promoción del Estatuto de Cataluña, el consentimiento de las situaciones secesionistas de hecho a que se dio el tripartito de la Generalidad y el anuncio reiterado de que, mediante decretos ley, se pasará por el arco de triunfo aquellos contenidos de la sentencia del Tribunal Constitucional que contradicen al secesionismo catalanista, encabezado por el PSC. Por muy corto de alcances que sea, y lo es, tales disparates no puede justificarse en su tontuna, reconocida internacionalmente, ni en su ansia de permanencia en el poder, aún a costa de vender la soberanía del Estado a trozos o reincidir en la claudicación ante el terrorismo para comprar los votos parlamentarios de los secesionistas vascongados. Aunque con la tosquedad que le es característica, pone en práctica el guión establecido por el NOM. También en lo relativo al acogotamiento de la religión, a la legalización del genocidio abortivo, a la perversión moral de niños y jóvenes mediante la obligatoriedad de la Educación para la Ciudadanía o sistemáticos recortes de la libertad mediante una cascada de absurdas normas prohibicionistas, aumento de impuesto y leyes favorecedoras de los intereses de la Banca que legitiman exprimir a la ciudadanía al deber hacer frente al pago de algo que ya han devuelto, como son los pisos que previamente les vendieron sin garantías. Y todo ello a despecho, asimismo, de preceptos constitucionales.
Asistimos a un proceso revolucionario similar al protagonizado por la izquierda durante la II República, salvo en sus exteriorizaciones violentas. La actual es insidiosa. La inseguridad pública derivada de la violencia está favorecida desde el poder del Estado al socaire del permisivismo del Código Penal del socialista Belloch, de un régimen penitenciario falsamente buenista o de la colisión provocada entre grupos sociales, alumnos y enseñantes, padres e hijos y en cualesquiera espacios en que la convivencia y el respeto mutuo son garantía de estabilidad social. No cabe otra explicación al crecimiento desmesurado de las más variadas formas de delincuencia individual u organizada. El miedo atenaza a la sociedad. Y una sociedad anegada por el miedo y ayuna de valores morales se convierte en sujeto pasivo y esclavizado de gobiernos revolucionarios e ilegítimos. Lo conocen bien quienes desde la sombra encaminan los pasos de Rodríguez hacia la destrucción de España con el Borbón en la sombra con los bolsillos parecer que aun no colmados. No hay acuerdo entre los tratadistas oficiales sobre las condiciones que deben darse para la existencia de la legitimidad de origen. Desaparecida la legitimidad sacra de las monarquías y convertidas en parlamentarias, la única legitimidad radicaría en el sistema democrático, que desconocemos, y sus fundamentos esenciales anclarían en el reaccionario consenso derivado de elecciones “libres” y la fidelidad, que no lealtad, a la ley constitucional. A saber, mera mierda. Max Weber, por ejemplo, consideraba ilegítimo el parlamentarismo de la República de Weimar y abogaba por la legitimidad plebiscitaria. La realidad histórica nos sitúa ante la evidencia de que todos los Estados modernos de uno u otro signo nacieron de guerras civiles, revoluciones y golpes de Estado. E incluso la paradoja de que alguno, como el III Reich, fue la consecuencia de unas elecciones, o consenso popular, que luego aceptó su transformación en Estado totalitario. Si se aplicara a Hitler la teoría del consenso como fuente de legitimidad, no cabe duda de que la tuvo.
La ilegitimidad de origen que aqueja a la mayoría de los Estados modernos sería eludida mediante el reconocimiento internacional por los otros Estados de su tiempo, democráticos o no. La doctrina jurídica fue orillada .Prevalecieron intereses de otra naturaleza. Recientemente hemos asistido a la paradoja de la condena de la democracia hondureña al calificar del golpe de Estado lo que en realidad fue una correcta aplicación de los preceptos constitucionales. La mayoría de los gobiernos lo reconocieron tardíamente, una vez celebradas las elecciones libres conforme a lo establecido por la ley constitucional. Todos menos el español, todavía renuente a admitirlo. El gobierno de Rodríguez, quien no en vano se declaró rojo sin que nadie se los pidiera, sólo considera afines a los de igual catadura izquierdista, como los de Castro, Chávez y satélites. Mientras lo rehuyen o lo orillan sus homólogos occidentales, se esponja en la Moncloa recibiendo en pocos días a cinco tiranos tercermundistas ahítos de sangre. Rodríguez sería capaz de abjurar del fantasma de su abuelo rojo y masón a cambio de una fotografía que apuntalara la ficción de gran político planetario que le acuñó la putilla Pijín. La democracia moderna en cualquiera de sus variantes, que son muchas, tiene múltiples padres. Juan Jacobo Rousseau fue uno de ellos, sobre todo tras la publicación de “El contrato social” y “Emilio”.  Pero ¿no es Rousseau  el padre mismo de la mentira, el inventor de la heterodoxia como último refugio de todos los parásitos? El gran descubrimiento de Rousseau fue cómo sacar los cuartos a la Academia de Dijon, un nido de progres disolutos, sosteniendo lo contrario de lo que prescribía el sentido común”.
Conviene recordar a este propósito que en Vascongadas también existieron guetos judíos, que como ocurrió en el resto de España no faltaron los que no tomaron el camino del exilio y adoptaron apellidos en lengua vascona. Lo cierto es, y retorno a Rousseau, que fue tanto o más disoluto en su vida pública y privada que los progres de Dijon a los que sacaba el dinero, amén de cultivador de la mentira y la heterodoxia de la que tanto daño se derivaría para los pueblos hasta hoy. Y que el NOM ha llevado a una estrategia totalizadora de descomposición. Ha  sorprendido a algunos que Felipe González, en un artículo al alimón con la antiespañola confesa Carmen Chacón, publicado en “El País”, rompa una lanza a favor del Estatuto catalán y de la concepción de España como “nación de naciones”. Olvidan los desconcertados que durante los sucesivos mandatos de Felipe González se sentaron las bases de descomposición institucional del Estado, de supuestos federalistas no siempre hábilmente enmascarados, de desmoralización social, de corrupción masiva desde el poder y de grandes servicios al poder bancario como lo fuera en realidad el expolio de Rumasa y las condiciones en que les traspasó su extensa red bancaria. Se precisan grandes dosis de cinismo, o de oscuros motivos de agradecimiento, para decir de González, como hace una y otra vez Ansón, que ha sido el mejor estadista español del siglo XX. Fue en realidad el bautista de Rodríguez. Nada de insólito que se sume al todavía indefinido, indefinible y destructor confederalismo de Rodríguez. Y si llegó al poder mediante elecciones, fue merced a la previa voladura interna de UCD, al autogolpe de Estado inherente a la acción institucional del 23 de febrero de 1981y al favor del monarca. Conviene no olvidarlo. La acumulación de causas de ilegitimidad por Rodríguez conduce a plantearse la cuestión de muy amplia bibliografía de si es legítima la insurrección contra la tiranía, sea del signo que sea. Sostenía el Padre Juan de Mariana en “De rebus et regis institucionae” que el rey se convierte en tirano cuando gobierna injustamente y que la insurrección no sólo es lícita, sino también legítima. Tesis que sería compartida por muchos tratadistas en siglos posteriores.
También sobre el concepto de tiranía, que algunos identifican con despotismo, existe abundante literatura. No es el momento de entrar a fondo en lo que escribieron reputados tratadistas, como Tocqueville, Montesquieau, Duverger o nuestro Donoso Cortés, entre otros. Desde un punto científico se considera tiránico el ejercicio del poder arbitrario, despótico y contrario a Derecho y a las normas constitucionales, aunque formalmente sea democrático.
En España, izquierda y derecha han sido y siguen siendo tiránicas hasta grado extremo en ocasiones. Hoy, Rodríguez y su cohorte de advenedizos ejercen el poder en los términos recogidos en el párrafo anterior, además de violar ese último recurso de concordia.
La conclusión es obvia ateniéndonos al concepto de tiranía y a la legitimidad de rebelarse contra el tirano: hay que aceptar la realidad incuestionable de que el régimen político Juancarlista practica una forma de tiranía en apariencia democrática que lo ilegitima. Y que sería justo y legítimo que la sociedad se rebelara, al tiempo que contra la tiranía del NOM a la que sirve.
I.M. & Co.

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