Parece que fuese ayer (o al menos lo parecerá para aquellos integrantes de generaciones ligeramente pretéritas a la mía) cuando se planteaba el posible primer plan constitucional de Suárez, que mucho tendría que modificarse hasta llegar a su engalanado redactado final, y que contemplaba una descentralización en dos niveles, en dos categorías excluyentes que planteaban un plan de autonomía superior para aquellas regiones de España (Cataluña, Euskadi y, tal vez, Galicia) que se diferenciaban del resto por su identidad nacional. Hubiese parecido por aquel entonces lo más sensato; tras la represión ejercida por la administración franquista, el delicado asunto de los nacionalismos requería un gran tacto y una altura de miras que Suárez quiso demostrar, y para la cual cosa consideró imprescindible restablecer las ilegalizadas instituciones de autogobierno de estas comunidades. Las fotografías difundidas en 1977, en las que se muestra a un sonriente aunque visiblemente hastiado Tarradellas que escucha las confidencias de Suárez, transmitieron un conveniente ambiente de entendimiento que se traduciría posteriormente en las muchas concesiones de autogobierno que se harían para saciar las ansias de los nacionalismos.
Sin embargo, y como sabemos hoy sobradamente, aquel planteamiento preconstitucional quedó aguado en ese famoso «café para todos» que se impuso desde que se les erizaran las pretensiones autonómicas a las demás regiones de España. «No vamos a ser menos…», se decía sobre todo por el sur; y así fue: todas las comunidades quisieron acogerse, tras las señaladas como naciones singulares, al régimen de preautonomía que el gobierno no pudo negar, y para la concesión del cual fue pieza clave el andaluz Manuel Clavero, ministro de Regiones, que llegó a enfrentarse al núcleo duro de Unión de Centro Democrático (la «Empresa») debido a la gestión de la cuestión de Andalucía y el posterior referéndum de 1980.
Así es como surgió un conflicto civil que enfrentó a todas las comunidades en una carrera por ser las primeras en ser reconocidas, junto a aquellas naciones privilegiadas de las que recelaban, como regiones de primera categoría. Y así, todas acabaron asentándose en el régimen actual que conocemos, en el que todas cuentan con su propia baraja de instituciones y una cota de autogobierno que ha convertido España en uno de los países más descentralizados del mundo, una pantomima de federalismo light que cada vez lo es menos. Y todo ello a raíz de la intención ingenua de subsanar los anhelos de unos nacionalismos que se han demostrado insaciables, para los que aquella primera hornada de estatutos se hizo pequeña, y cuyas demandas de incrementada autonomía (muchas veces atendidas únicamente a cambio de pactos políticos, tanto por el PP como el PSOE, por los cuales CiU actuó de bisagra para garantizarles el poder) crearon una oleada de descentralizaciones para todas las autonomías por igual, puesto que naturalmente «no vamos a ser menos». Cada vez que los nacionalistas (sobre todo Cataluña) subían un escalón más, todo el resto sacaban pecho y actuaban en consecuencia; y luego, cuando Cataluña y Euskadi pedían más, lo mismo pasaba; y así sucesivamente hasta el día de hoy, en que Euskadi ha llegado a plantear un régimen de Estado asociado y Cataluña desafía con la independencia (un paso que, visto el proceso en perspectiva, parecía tan sólo la consecuencia lógica de tantos años de lucha por acaparar más y más competencias, y que se materializó súbitamente como destino político del nacionalismo cuando el pacto fiscal al estilo vasco le fue denegado a Mas).
Llegados a la cumbre crítica del viaje sin retorno al que el «café para todos» nos condenó inevitablemente, sería necesario desencallar el debate asfixiante de si independencia o pacto, de si federalismo o conservacionismo (o una más que improbable recentralización, dentro de un modelo federal, a la que apunta UPyD como solución), y analizar desde una óptica más global las consecuencias del sistema de las autonomías, así como las oportunidades y amenazas que se presentan a corto y medio plazo.
A este efecto, hay quien ha llegado a anunciar sin complejos que esto de las autonomías es un tinglado «mal parido», que la centralidad política nos hubiese llevado por la senda de un sistema menos congestionado políticamente, con menor gasto en infraestructuras, menos funcionarios y menos conflictos. Y seguramente es posible que tras tanto aspaviento desmesurado subyazca cierta racionalidad palpable: es cierto que, con tal nivel de descentralización, la aspiración a una política nacional homogénea en competencias troncales como educación, salud o justicia resulta quimérica, y se multiplica el coste institucional; y también es cierto que las autonomías dividen a la población en territorios cuyos presidentes en la actualidad, más que colaborar, se pelean entre ellos por acumular proyectos de desarrollo y planes de Fomento para contentar al electorado, o señalan a los nacionalistas como origen universal de sus males (o viceversa).
Pero la realidad es que, tras cuarenta años de dictadura, Suárez no tuvo opción en referencia al tema nacionalista: los daños debían ser reparados para romper unas divisiones que, si bien han reaparecido en el presente, jamás se hubiesen sanado sin la legalización de las instituciones de autogobierno. Pero entonces, ¿cuál era la solución? En su día, no fueron pocos los que respaldaron un sistema cuya idea original se atribuye al rey Juan Carlos, que propuso, como alternativa al sistema de autonomías, una descentralización administrativa con concesiones particulares (como podrían haber sido instituciones con competencias en Cultura y Educación) en el País Vasco y Cataluña. Pero la retrospectiva histórica induce a pensar que los resultados hubiesen sido incluso peores.
El verdadero problema, como se ha comentado anteriormente, ha sido principalmente la actitud cortoplacista de muchos de nuestros líderes políticos, que cercenaron la homogeneidad territorial a cambio de pactos carísimos con los nacionalistas catalanes a los que accedieron sin reparos con tal de aferrarse al poder. Tal vez, si Rodríguez Zapatero y Aznar hubiesen tenido la dignidad política suficiente, los nacionalistas no habrían creído tan fácil amasar competencias a costa de las demás autonomías.
Si se analiza con detenimiento el proceso de la escalada de tensión en la última década, incluso sin tener en cuenta los pactos torticeros de que se ha hablado antes, no es difícil advertir que gran parte de la culpa del conflicto interterritorial la ha tenido el gobierno central, que ha avivado las llamas una y otra vez con su torpeza (o sucia estrategia) táctica, con sus ninguneos constantes al nacionalismo, con su política de recortes, con sus reiteradas invocaciones al conflicto; como si un mezquino que tira la carne a los perros para que se la repartan, para que acaparen titulares demagógicos, para que se disputen los números y se tiren los trastos a la cabeza. En vez de cohesionar los diferentes territorios en su acción política, el gobierno central demuestra unas aptitudes excelentes para causar polémica y enfrentar las comunidades entre sí, como si fuese gozoso admirar el espectáculo desde la meseta madrileña. Por esta misma conclusión se extrae que el gobierno central, y sobre todo en el presente debido a la intransigencia de Rajoy, se ha convertido muchas veces en aliado de la causa nacionalista. Ese mismo gobierno de derechas, que dice defender a la España eterna con un deje patriotero que no sirve ya para ocultar la vacuidad de sus palabras, ha conseguido que incluso haya quienes advierten de la peligrosa aparición de pseudo nacionalismos autonómicos motivados por la irritación del constante enfrentamiento entre comunidades y de la propaganda política, siempre en busca de un enemigo común. Es el caso de Andalucía. Y no es una exageración: la perfecta expresión de tal brote es la misma presidenta, Susana Díaz, que con su mano dura representa al líder inquebrantable que planta cara a aquellos que amenazan el bienestar de los andaluces empreñados. Ésta es la fórmula idónea que ha encontrado el socialismo para reforzar el poder en su feudo predilecto.
Y hablando del otro lado del espectro político bipartidista, atrapado como está entre la espada nacionalista y la dura pared del inmovilismo pepero, cabe apuntar que el PSOE se sitúa en una frágil postura intermedia, posicionándose como el partido de la cordura, como quien se siente iluminado por la sensatez conciliadora ante un conflicto cuya profundidad a veces sus dirigentes parecen querer obviar. Pero lo innegable es que el federalismo como opción política, sin importar su forma de planteamiento, no satisface ya a los que sueñan con un país propio; ni siquiera a los de su propio signo, como es el caso del renaciente Partit Socialista de Catalunya, que se ha posicionado a favor del derecho a decidir del pueblo catalán. Por tanto, esta alternativa de futuro no parece, vista así, dotada de más garantías que la hoja de ruta que propone el PP, por la sencilla razón de que es un proyecto que no contaría con el apoyo necesario, ni político ni popular.
A la espera del desenlace de este proceso, que a bien seguro será doloroso (el café, como la venganza, hoy se sirve frío en este país), cabe preguntarse qué fue de aquel reino llamado España, hoy descompuesto en un puñado de taifas que compiten por subsistir a pesar de las deficiencias del modelo de solidaridad territorial, enfrentadas por una convivencia que parece haberse convertido en no más que una incómoda formalidad. ¿Qué fue de aquella España que hoy ya no se reconoce a sí misma?
El último bombazo (o pedazo de carne, retomando la metáfora) lanzado por el gobierno central ha sido la reciente revelación de unas balanzas fiscales maquilladas por un nuevo método de cálculo; la controversia ha vuelto a teñir de carmesí el escaparate de la política, y esta vez el despropósito ha sido tan sonado que los reproches se han servido en bandeja de plata.
¿Para qué tirar más carne putrefacta a las fieras del rondo político? ¿Con qué fines? Porque lo que ya no escapa a ojos de nadie es que, evidenciando que el método de cálculo de las balanzas tiene más carga subjetiva que toda la obra de Byron junta, el sistema ideado para la ocasión es fruto únicamente del interés político por acallar a aquellos que denuncian una situación de desigualdad que ni siquiera el propio artífice de las balanzas, el economista Ángel de la Fuente, puede negar.
La insistencia terca del actual gobierno por azorar al personal y encender el choque entre comunidades puede llevar a pensar que ésta sea otra estrategia maquiavélica, que tal vez tras la sonrisa picaresca del ministro Montoro se oculte una intencionalidad perversa, siempre con los ojos puestos en las elecciones próximas. ¿Podría ser que el conflicto interterritorial realmente beneficiase al PP? ¿Podría ser que todos los ciudadanos españoles seamos en verdad víctimas de tan enrevesado juego político?