Hubo un tiempo en el que España, con ocho millones de habitantes, preparó la conquista de China, que era casi veinte veces más grande y tenía 60 millones de habitantes.
Cuanto mayor se hacía el Imperio, Felipe II quería más territorios que cristianizar. La conquista podía lanzarse desde Filipinas.
Esta historia olvidada acaba de recuperarla Manuel Ollé, profesor de Literatura e Historia de Asia de la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, en su libro “La empresa de China” (Ed. Acantilado).
Portugal, del que también era rey Felipe II, se había instalado en Macao casi sin oposición, y el jesuita Alonso Sánchez vio cómo la gobernante dinastía Ming se miraba el ombligo, por lo que se pensó en cristianizar a aquellos paganos tranquilos, cultos, técnicamente muy avanzados y que escribían unos signos demoníacos.
Se comenzaron los preparativos, pero el hundimiento de la Armada Invencible ante Inglaterra canceló el proyecto. China siguió, y seguirá siempre, mirándose a sí misma; nunca salió de sus fronteras y creció al integrar a sus invasores. Igual, los españoles íban a terminar chinos.
Simbólicamente, España continúa queriendo conquistar China: prometer, como Aznar, que este mediano país ingresará pronto entre los grandes del G-8; creer que se ejerce algún liderazgo internacional; esa exagerada autovaloración que se le da a tantas cosas propias –“somos los mejores”—, o incluso anunciar que se va a ser campeona del mundo de Fútbol, como muchos aseguraban hace dos meses, son otras formas ingenuas de esa conquista.
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