Fotografías Antonio Andrés
Las teclas del piano se habían vuelto todas blancas y la música barata no paraba de sonar. La música clásica estaba encerrada en el fondo polvoriento de un viejo baúl en algún rincón de la trinchera, entre trastos viejos, comenzándose ya a fosilizar. No por ello había perdido su vigencia, siempre fresca, pero ofrecía cada vez un aspecto más lánguido, solemne y estirado que ponía un muro y una distancia imponente entre ella y el gran público, que la estaba dejando cada día más arrinconada en el olvido y sólo al alcance de algunos.
En el enorme escenario del Cartuja Center únicamente luce un Steinway de cola brillando solitario en el centro, encerrado el círculo de luz tenue y blanquecina que lo ilumina. En el fondo oscuro, un nombre proyectado en letras minúsculas. James Rhodes. El pianista británico saluda con la mano mientras sale entre aplausos, con su pelo enmarañado, ataviado con sus pantalones de pitillo, sus zapatillas deportivas blancas y su inconfundible camiseta con el apellido de su ídolo serigrafiado en el pecho: BACH.
Interpreta la Partita nº 1 de J.S. Bach, con parsimonia, ensimismado, encontrándose a sí mismo en las teclas. A continuación, la Romanza, el 2º movimiento del Concierto para piano nº 1 de Chopin, los cien instrumentos de una orquesta recogidos todos en uno solo gracias al genial arreglo de de Balákirev. Así, ya han sonado piezas de sus dos principales referentes. “La música me salvó la vida, Bach me salvó la vida” ha llegado a afirmar del compositor barroco. Y de Chopin, nos confiesa, “No debería faltar una pieza de Chopin jamás en el repertorio de un concierto de música clásica”. James se dirige al público salpicando un simpático español que decide intercalar con cautela con su inglés, para poder ser más preciso. En primer lugar, pide disculpas por el precio que han alcanzado de las entradas, sabedor de que supone un contrapié a su principal propósito de acercar la música clásica a todos los públicos. Con el éxito que cosecha actualmente, de haber sido estos un poco más bajos, los tres cuartos de entrada del Cartuja Center se habrían convertido, seguro, en un “no hay entradas”. Rhodes hace reír al público sevillano con su cercanía, su espontaneidad y su timidez. Es su primera vez en Sevilla, está feliz y sorprendido por el día caluroso que la ciudad le ha ofrecido. Presenta cada obra y a su autor, explica por qué la ha elegido para integrarla en su repertorio y cuenta alguna que otra anécdota.
El recital continúa con los Preludios Op. 3 nº 2 y Op. 32 nº 13 de Rajmáninov. Profundidad romántica y brillantez. El ruso es una de sus grandes inspiraciones, hasta tal punto que el pianista británico lleva tatuado su nombre en cirílico en el antebrazo. El autor del aplaudido, valiente y emocionante libro, Instrumental, se retira de escena tras una escasa hora de concierto. Aclamado como una estrella de rock, el pianista regresa para ofrecer varios bises: la Danza de los espíritus bienaventurados de Gluck y el Intermezzo Op. 3, nº 1 de Brahms.
Con el tono distendido que caracteriza al inglés, éste se despediría definitivamente regalando una sonrisa a Sevilla con la sonata paródica a Beethoven de Dudley More, que incluye en su melodía guiños a la canción de la película El puente sobre el río Kwai. Una delicia de pieza-broma beethoviana llena de detalles como la coda prolongada, repitiendo su motivo una y otra vez, en constante e intenso crescendo; tan característico del compositor alemán.
La música clásica tiene que seguir desencorsetándose y llegando a sitios nuevos. Desvestirse de las normas que puedan anquilosarla: normas en cuanto a la vestimenta, exigencias para su público (que tiene que “entender la música”), que suene sólo en un tipo de escenario que se le ha endosado de forma cuadriculada…
James Rhodes ha sabido leer estos síntomas y con su sensibilidad y su luz, consciente de que no es el mejor pianista del mundo, lo ha compensado con su amor por la música y mucho trabajo, y es capaz de, con composiciones centenarias, crear pequeños grandes ratitos de asilo en torno a un piano. Devolver a la música cuánto ésta le ha dado. Y, para que otros no queden privados de ella, darla a conocer al mundo, como un regalo.
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