(Publicado en El Correo de Burgos el 15-VIII-2009)
Hay épocas en las que lo colectivo predomina claramente sobre lo individual. Están caracterizadas por la estabilidad social y la regularidad, y porque en ellas los individuos acatan las pautas de comportamiento que imponen la tradición, las leyes, las creencias establecidas. La Edad Media fue una de esas épocas, quizás la más prototípica entre las históricas. Ocurre en tales ocasiones que los individuos aceptan, sin sentir por ello menoscabo en su personalidad, que su vida discurra alejada de cualquier protagonismo, conformándose con sentirse parte del cuerpo colectivo al que pertenecen, y en el que hacen residir, prácticamente en exclusiva, las fuentes de la propia identidad. No es de extrañar en este contexto la falta de apremio que sintieron los autores del “Poema de Mío Cid” o de la “Chanson de Roland” por estampar su firma al final de sus relatos, o los arquitectos de las catedrales góticas en dejar fijada en algún sitio la impronta de su nombre.
A cambio de este máximo de orden y estabilidad que en tales sociedades se alcanza (a pesar, en el caso de la Edad Media, de la permanente amenaza para la vida que suponían las guerras constantes, las epidemias, las hambrunas…), se cede como tributo la total ausencia de originalidad y creatividad en los modos de ser. A lo que se aspira solamente es a hacer lo que hacen los demás, recelando de cualquier clase de innovación por el sólo hecho de serlo, y considerando que cualquier salida por la tangente del molde general es una patología.
Tal anulación de lo individual acaba por resultar asfixiante, y los tiempos terminan por balancearse hacia el otro extremo del péndulo, en busca de las posibilidades que la precedente manera de estar en el mundo había dejado obturadas. La huella que en la filosofía dejaron estos cambios de época está representada en la Grecia antigua por Demócrito de Abdera (460-370 a. de C.), el fundador del atomismo, y en la Edad Media, por Guillermo de Ockam (1290-1349), máximo representante de la corriente de la Escolástica conocida como nominalismo, que guardaba una perfecta sintonía con el antiguo atomismo. A partir de estos filósofos, los individuos, las unidades mínimas de cuya aglomeración, según ellos, se compone el mundo, son las únicas realidades a considerar en última instancia; todo lo demás que parece existir no son sino artificios generados por la mente, entidades sólo sustentadas en la convención, el consenso general, que lleva a ver cosas que realmente existen sólo en la mente de quienes las perciben; bosques, por ejemplo, vendría a decirse, donde sólo hay árboles. Como el mismo Demócrito señalaba: “Por convención, el color; por convención, lo dulce; por convención, lo amargo; pero en realidad átomos y vacío”. También decía: “Los nombres de los dioses son imágenes sonoras”. “Flatus vocis”, soplos de voz, dirían los nominalistas que Guillermo de Ockam abanderó, para señalar la materia de la que están hechos, no ya los dioses, sino todas las cosas. Los nombres, pues: eso es en exclusiva, según los atomistas de cualquier época, aquello en lo que vienen a consistir todas las cosas en cuanto trascendemos del estrato de los átomos o los individuos (la unidad mínima indivisible, en suma).
Con sus teorías, Guillermo de Ockam estaba preludiando la enorme irrupción de originalidad y creatividad que aconteció a partir del Renacimiento, cuando los individuos, rompiendo los moldes preestablecidos que la sociedad impuso sobre sus vidas durante la Edad Media, pasaron a ser los depositarios de su propio sentimiento de identidad, y responsables últimos de su manera de ser y de comportarse. Esa trayectoria que empujaba a los individuos hacia el primer plano de la historia comenzó, pues, en el Renacimiento, se prolongó y amplió, bastante felizmente, con la Ilustración, pero ha llegado a una patética culminación con la posmodernidad, en donde la búsqueda de lo único e irrepetible, la subordinación del todo a las partes, la “deconstrucción” (así lo llaman los teóricos del posmodernismo) de cualquier realidad hasta dejar subsistente tan sólo el nivel de lo atómico o individual, ha alcanzado sus más altas cotas de exageración. No hay más que observar, por ejemplo, los derroteros que ha acabado tomando el arte.
Cuando los individuos no tienen por encima de sí ninguna realidad a la que subordinarse, y, por tanto, ninguna tarea por delante que les empuje fuera de ellos mismos, hacia algún destino colectivo, acaban por no encontrar otros contenidos con los que llenar sus vidas que los que les dicten el hedonismo (la búsqueda del placer y la evitación del dolor) y el narcisista ensalzamiento del propio yo sobre el de los demás, en suma, la perentoria búsqueda de la fama.
La fama se ha acabado convirtiendo en un valor por sí misma, independientemente de los motivos que hayan conducido hasta ella. Se puede ver a estas alturas ocupar horas y horas de televisión a hijos de cantantes famosas que heredan esa misma fama sin tener que aportar a ella otros contenidos propios que su frivolidad, su haraganería y su frecuentación de puticlubs. Buscando otros ángulos desde los que intentar comprender esta fama morbosa, yo mismo recuerdo, de tiempos en que tuve alguna ocupación con adolescentes que sufrían trastornos de personalidad, cómo uno de ellos guardaba un recorte de prensa, que exhibía en cuanto podía, en el que se daba noticia de una de sus fechorías delictivas. Es por esto mismo por lo que Julián Marías abogaba porque los medios de comunicación (se refería a los escritos) dieran noticia de los hechos delictivos en páginas interiores, nunca en primeras planas, y aludiendo a sus “protagonistas” tan sólo con las iniciales de sus nombres. Si hasta los comportamientos antisociales pueden ser un medio posible a poner en práctica en esa alocada búsqueda de fama, que los medios de comunicación cancelasen el acceso hasta ella podría ser un buen método preventivo.
Esa desgracia que nos ha caído encima a los españoles, que responde al título de juez y al apellido de Pedraz, no parece capaz de entender algo así, y por eso ha permitido que este verano se hayan organizado con su aval diversos homenajes a asesinos de ETA. Sin duda, se le escapa el dato (o le parece desdeñable) de que en una parte de la sociedad –muy bien representada por él mismo–, en la que el nihilismo ha alcanzado tan altas cotas, la fama, la “buena” fama que entre sus correligionarios han adquirido los asesinos etarras, y que toma forma concreta en esos homenajes, es suficiente para sustentar sus comportamientos delictivos, e incluso animar a que otros, tan moralmente enfermos como ellos, sigan sus mismos pasos.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos