Revista Opinión

Cuando la pederastia está, pero no la ves.

Publicado el 12 diciembre 2017 por Carlosgu82

Os voy a contar mi historia, o más bien, parte de ella, seré breve. No quiero que os asustéis o que sintáis lástima, os aseguro que es un tema que está completamente normalizado en mi vida, a la cual no ha afectado en absoluto. Es un tema difícil de tratar, sobretodo cuando aún no sabes bien que pasó.

No fue un caso grave, ni mucho menos, y quizás por ello no puedo dar voz a todos los niños que lo sufren diariamente y en silencio. No puedo contar cosas que no pasaron y tampoco voy a exagerarlo, no voy a decir que en ese momento me sintiera mal o que conociera la gravedad del asunto, que me sintiera incomoda o utilizada.

Mis padres y yo pasábamos los fines de semana en una casa en la montaña. Era, y es, una casa preciosa, con vistas a un lago y a un paisaje tan verde que, hoy en día, resulta extraño mirar. Era un hogar acogedor, ni muy grande ni muy pequeño. Olía a madera y sonaba también a ella cuando pisabas, cuando soplaba el aire, cuando llovía y cuando encendías la chimenea y rechistaba. Había un montón de animales, sobretodo perros que, faltos de alimento y amor, venían a parar a mi puerta y, os aseguro, que los saciaba de ambas cosas.

Pasé toda mi infancia allí, mis vacaciones, los puentes y en general cualquier periodo de tiempo lo suficientemente extenso como para hacer esas dos horas de viaje sin que supiera a poco.

La casa estaba próxima (entender próximo, en la montaña, como algo que está a unos 15 minutos, atravesando un río, subiendo y bajando cuestas y llenándote de barro) a la vivienda de mi vecino.

Mi vecino era un hombre solitario, muy especial, amante de los libros y de la cultura en general. Tuvo un matrimonio casi tan corto como la primavera de ese año. Después de eso, se volvió aún más especial.

Era el mejor amigo de mis padres. Pasábamos días enteros juntos, venía a desayunar, comer, cenar, íbamos a dar paseos, me escribía cuentos, me recomendaba libros (los que por aquella época yo podía entender, que no apreciar) y, lo que más me gustaba, me trataba como una adulta. Me contaba cosas que quizás no era habitual contarle a un niño y me ofrecía su amistad, una amistad real, no una forzada por ser la hija de sus vecinos. Me pasaba horas en su casa, con sus animales, con el, con sus libros y con mi imaginación.

Le encantaba estar en mi compañía, darme masajes, hacerme cosquillas, acariciarme y, en general, tener contacto conmigo. Siempre me hacía prometer que nunca tendría novio, que el sería el hombre de mi vida, que nos casaríamos cuando cumpliera los dieciocho años, que nuestros secretos eran solo nuestros y que no iba a crecer más, algo un poco contradictorio, por otro lado.

Recuerdo que le encantaba meter la mano por dentro de mi camiseta y acariciarme la espalda, diciendo que el día que se encontrara allí “una gomita” se iba a poner muy triste. Recuerdo también que, cuando empecé a crecer y a desarrollarme, me tocaba habitualmente los pechos para ver como evolucionaba el asunto. Todo esto, por supuesto, jamás lo hacía delante de nadie.

Con los años, empezó a mantener una relación secreta con la mujer de su hermano. Al tiempo, esta mujer se mudó a la casa de mi vecino acompañada de la que ahora sería su sobrina-hijastra. Era una pareja extraña. Ya de aquella yo sostenía que no estaban enamorados el uno del otro si no de los personajes de los libros. Os explico, al ser esta una relación secreta no se llamaban, al principio, por sus nombres, si no que adoptaban la identidad de los personajes de sus narrativas favoritas. No les recuerdo haciendo cosas juntos, ni teniendo gustos en común, no lo sé, solo era una niña y las relaciones adultas se me escapan aún a día de hoy.

Meses más tarde, sorprendieron a mi vecino desnudo con su sobrina en la bañera. No sé qué es exactamente lo que vio su nueva mujer pero ese mismo día se fue de casa y nunca más volví a saber nada de ella.

A partir de entonces, mis padres me prohibieron totalmente bajar a su casa a verle. Ya no nos visitaba, no llamaba y, lo que más me apenaba, no escribía. Solía publicar cuentos en el periódico del pueblo, siempre dedicados a mí. Un mes más tarde, publicó uno nuevo sobre un amor imposible que le había dejado trastocado. Yo, obviamente, supuse que se refería a la mujer que le había abandonado.

Llegó mi cumpleaños y con el, un paquete. Era un libro, La historia interminable, con una dedicatoria donde se podía leer “Para Clarice, la única mujer que me ha hecho cosquillas en el corazón”.

Vendió la casa, prácticamente regalada, y se mudó a Francia, según me contó mi madre. Nunca más supe de él, nunca más me felicitó un cumpleaños, nunca más me tocó y nunca más me dedicó nada.

Si echo la vista atrás me cuesta recordarle como un mal hombre. Me incomoda pensar los tratos extraños e inapropiados que tenía hacia mi, pero sin duda sigo pensando que era la persona más inteligente que he conocido y quien más me ha marcado, para bien y para mal. Aprendí que las personas, a veces, se van y no vuelven, que no son lo que esperas y que un alma atormentada acaba saliendo a la luz, aunque no fuera conmigo.


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