Ilka Oliva Corado
Qué vamos a hacer el día que nos enteremos que el acosador es nuestro hermano, padre, abuelo, esposo, compañero, novio, amigo. Puede pasar en cualquier momento puesto que estamos inmersos en sociedades patriarcales, ¿los vamos a evidenciar como hacemos con los acosadores con los que no tenemos ningún lazo sanguíneo ni afectivo? ¿O vamos a acusar a la víctima re victimizándola, colocándonos del lado del acosador y del sistema patriarcal? ¿Vamos a santificar a ese hijo, hermano, abuelo, padre, esposo, compañero, novio y amigo? Porque creemos inocentemente que los malos son los otros, no los nuestros; con los que hemos compartido toda una vida, o a quienes hemos parido y hemos criado. Y la crudeza de esta realidad es que son también los nuestros, los que pertenecen a nuestro núcleo afectivo y sanguíneo, los clientes fijos en bares y casas de citas.
Las mujeres de mi pueblo siempre han dicho que los hombres son de uno de la casa para adentro, pero de la casa para afuera uno los desconoce porque ellos se manejan bajo su propia ley. Por supuesto, ese “de uno” de pertenencia es un decir. Y es complejo todo esto de la violencia de género y el acoso, porque todo a nuestro alrededor está hecho para que esa violencia sea normalizada porque vivimos en un mundo hecho por hombres para beneficio de ellos mismos y mucho tenemos que ver las mujeres en que esos patrones de crianza no cambien y tampoco las normas ni las leyes.
Y mucho más complejo aún es cuando en una familia las mujeres se han liberado de patrones patriarcales y están luchando del lado del feminismo, apoyando a otras en sus denuncias, evidenciando actitudes machistas y misóginas de hombres que las han acosado, que las han tocado o violentado física o emocionalmente y; llega el balde de agua fría cuando se enteran de que por ahí entre esa gama bien galana de acosadores se encuentran los hombres de su familia. El hombre con el que comparten la cama y los sueños, los hijos que han amamantado, los hermanos que ayudaron a crecer, el abuelo cariñoso con las nietas, el cuñado amable y solidario en asuntos de familia. ¿Qué harán esas mujeres, se les derrumba la teoría y la práctica de hermandad de género o, aunque la vida se les parta por la mitad tendrán la capacidad de evidenciar al acosador y sus actitudes machistas y misóginas? Peor aún, si no se quedó en palabras y fue más allá y tocó, golpeó o violó.
Y eso nos puede suceder a cualquiera, porque este sistema patriarcal lo alimentamos todos en cualquier nivel de la sociedad. Que los hombres vayan a bares y casas de citas es sabido por las mujeres, o lo intuyen, porque está normalizado, porque “como son hombres” necesitan un desahogo extra fuera de casa. En gran parte los hombres a través de la historia se han salvado de ir a la cárcel por violentar mujeres, pero los tiempos están cambiando, lentamente, pero se avanza. Hoy las mujeres cada vez más se atreven a denunciar. Y así como nos enfurecemos y exigimos justicia cuando la víctima de violencia de género es nuestra amiga, abuela, hija, hermana, madre, esposa, y el victimario es un desconocido. ¿Qué vamos va a hacer cuando nos enteremos que los hombres de nuestra familia son también verdugos de otras mujeres?
Y como miembros de la sociedad, de la comunidad, ejerciendo un papel de editoras en medios de comunicación, en revistas de género, ¿qué haremos si llegan a nosotras un grupo de mujeres jóvenes buscando apoyo, porque quieren denunciar a un acosador muy conocido en la comunidad y en el medio, que además se jacta de ser defensor de derechos humanos y reconocido internacionalmente por su lucha en defensa de los pueblos? ¿Las vamos a dejar solas, porque hasta ahí no llega nuestro feminismo? ¿Vamos a voltear la cara porque son aguas muy profundas? ¿Vamos a hacernos a un lado porque el peso político del acosador es aplastante? ¿Y si esas mujeres jóvenes son indígenas o negras? Pasamos la hoja porque a quién le importa lo que le pase a una indígena o una negra, pues solo son utilizadas para la explotación del folklore. Es en situaciones como esta en que el cuento del feminismo se cae, de los derechos de género, de la solidaridad (o sororidad que tanto gusta a las feministas esa palabra) y entra la diferencia de clases y el racismo; el feminismo blanco urbano haciéndose a un lado y volteando hacia otro lado cuando la víctima es indígena o negra. Ahí no hay humanismo válido, no hay ética profesional, no hay solidaridad que valga y no hay búsqueda de justicia. No hay directores de medios de comunicación que se atrevan a ir en contra de su propio género.
En Guatemala un defensor de derechos de los pueblos indígenas ha acosado a por lo menos 15 mujeres jóvenes, indígenas, pero los medios de comunicación donde han buscado apoyo se han negado a publicar sus testimonios, porque el peso del verdugo políticamente es grande, ha sido reconocido internacionalmente, ellas tan solo son 15 jóvenes indígenas acosadas, como millones a través de la historia de la humanidad. Se les ha sugerido que denuncien el acoso en columnas de opinión sin mencionar el nombre del acosador, y que toquen el tema como punto general, para abrir un debate en torno al acoso que viven las mujeres indígenas por parte de miembros de la comunidad. Se les ofrece un espacio de denuncia a medias, barnizado, de doble moral, doblándoles las manos a las víctimas, re victimizándolas porque se les limita en la denuncia, se les obliga a rodear, a hablar a medias. O es eso o no hay espacios para que denuncien, porque son mujeres indígenas. Es así de grande el peso del patriarcado, del racismo, clasismo y de la doble moral.
Es por esa razón que las mujeres indígenas y negras tienen que crear sus propios espacios de denuncia, con sus propias voces, con sus propias palabras, sin la línea editorial, racismo y clasismo de ningún medio de comunicación que las desvalorice por su etnia.
Escritora guatemalteca.
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