Revista Opinión

Cuando la vida cautivó a la muerte

Publicado el 28 noviembre 2019 por Carlosgu82


Hay veces en que siento la necesidad de un cambio. Enfrentarme a lo inconveniente y derrotarlo. Meter los dedos en la herida, escarbar en ella, hacer de mi carne latente la misma flor viva de lo inesperado. Quiero salir corriendo desesperadamente de todo lo conocido. Escapar de la nada que me envuelve. De lo correcto, de lo apropiado de ser quien soy, de lo que se espera del camino marcado por mi destino caprichoso. Y aliviar así mi maltrecho ánimo. Recetarme, para sanar, esperanza.

Dejar atrás esos deshechos que son mis días más oscuros. Hacer huérfano al demoledor tiempo cotidiano de mis horas perdidas esperándote. A los orgullos insuflados de pedantería al producir esa poesía doliente que nace de mi pluma.

Porque siento miedo de cada instante que descansa anémico sobre cada segundo de esta misma canción de siempre, de ayer, de hoy, de mañana. Y que se alimenta de lo mucho sufrido.

Ayúdame estrella de la mañana a desprenderme de la tan afligida etiqueta de oscuridad que llevo encima, emparéjate conmigo, con este ángel caído del más remoto cielo ignoto que jamás hayas percibido, y desenreda mis maltrechos manojos de rizos desaliñados y casi albinos.

Purga mi llanto atormentado y sácame todo lo alquitranado, todo lo espeso que llevo dentro; la amargura de mi historia. Esos días que no deseo retener, esos que no quiero recordar. Arráncamelos. Bórralos de mi memoria con tus besos.

Estoy en mi derecho de repudiarlos, quizás por mi propia condición crónica de alma eterna y errante. Aparta de mis ojos vidriosos la negrura de raíces tan profundas que me arañan las entrañas.

Déjame huir de estar, de ser. Y hazme juramento de lealtad para quedarte conmigo en el más recóndito paraje, lejos de mi partida. Allá, en un lugar, donde para llegar solo las alas que un día perdí puedan llevarnos. Allá, donde las ganas locas desatadas de asomarte a la tempestad del precipicio de mis ojos encendidos no te asusten más.

Llámame a voz en grito, desesperada, mi amante estrella dorada. Abandónate a mi noche herida. Sé que cuanto más tiempo estés conmigo, más exánime la maldición de que me arrojó a tierra aparecerá ante nosotros.

Fuimos hechos el uno para el otro, para resistirnos a las ausencias y rendirnos a la cercanía. Lo sabes, no me gustan los puntos medios, soy de extremos duros y opuestos, como la hemorragia que hierve mi sangre desequilibrada por amarte.

Lo mío es amar a corazón abierto, a todo pulmón, con total libertad, y dejándome
la piel a tiras de ilusión en la respiración de tu boca.

Cuanto más nos pertenecemos más se apaga la luz de mis recuerdos. Más luce el fulgor de mi futuro. Porque que me empujas y me repeles en una atracción de destrucción, en la que quizás ambos acabemos en una misma suerte.

Tal vez hemos agrandado demasiado el hueco de lo indefinido, de lo desconocido, de lo tremendo del amor. Creo que a veces hasta acallar la memoria que conforma nuestros nombres.

En la cara escondida de la luna he pintado un corazón, lleva las iniciales de esos nombres que hemos dejado atrás, de esos a quienes no reconocemos ya según la imagen que otros tenían de nosotros.

Y a pesar, y precisamente por ello, y por ti, lo he hecho. He renacido de mí mismo.

Nos debemos mutuamente. Ahora lo sé. Y ya no me basta con soñar contigo. Quiero verte, tocarte, acariciar tus labios con los míos. llevarme las pocas fuerzas que te quedan entre las afiladas tinieblas de mis brazos, para hacer de este abrazo luz y color.

Me has atrapado por fin, y ya no temo escribir tu nombre, tu verdadero nombre, querida. Vida, amor mío. Vida…

Por eso no puedes permanecer sin mí. Pues yo soy la Muerte.


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