¿dónde está tu corazón?
¿dónde dejaste lo que eres?
sal a la noche y pregunta a la luna
rompe la coraza de ceguera
rínde por fin la plaza
todo ardió ya
si sólo quedan las estrellas
con su voz congelada
¿porqué no dejas que te sanen
las alas del ángel que te busca?
Uno de los problemas más habituales en mi consulta son las quemaduras por problemas de la vida corriente. Personas que vienen con el alma escaldada por una pérdida, problemas laborales, una relación sentimental complicada u otros mil asuntos del dia a dia. En muchas ocasiones me piden una pastilla que les alivie. Suelo defraudar sus expectativas, ni siquiera las pastillas para el dolor ajeno tienen la fuerza de cumplir lo que dicen. El dolor ajeno, al igual que el propio, suele seguir su particular designo siendo desgraciadamente inmune a las soluciones fáciles.
La vida quema, el amor duele y nuestra levedad es misteriosa. A medida que vamos madurando conseguimos lentamente ir aprendiéndolo. Mi impresión sin embargo es que la tolerancia a la dificultad es cada vez menor en nuestro medio. Eso nos hace sufrir enormemente frente a estímulos en apariencia mínimos. Si nuestros problemas fueran observados por un jurado imparcial de países o comunidades como la zona rural de Uganda, la ciudad de Lagos, los campamentos de refugiados saharauis o el monte Gurugú ¿cuál piensan que sería el dictamen?...
Pero no se da el caso. Si se diera tampoco nos consolaría. La gente agobiada termina yendo al médico a contarlo y a buscar una solución a ser posible rápida. ¿Qué hacer cuando la solución no está en manos del galeno, la ciencia o la farmacopea? ¿Qué hacer cuando no hay tiempo de consulta suficiente como para orientar, escuchar o acompañar debídamente a la persona azorada?
Tengo claro que hipermedicalizar no es la solución. También que las personas que sufren merecen respuestas. No siempre puedo darlas. A menudo lo máximo que alcanzo es a hacerme preguntas o perjeñar algunos versos.