Por Pablo Bilsky
Los golpes de Estado considerados “tradicionales” (con la intervención de las fuerzas armadas, los medios hegemónicos, las grandes corporaciones y los sectores económicos concentrados) siguen figurando entre las tácticas y las estrategias de los poderes fácticos. Pero se van adaptando a los distintos contextos históricos, y esto puede producir cambios en las maneras, los modos y las formas que utilizan los que poseen el poder real para usurpar el gobierno.
En las últimas décadas se vienen publicando gran cantidad de estudios que dan cuenta de cómo mutaron, para hacerse más complejas, las maneras de arrasar con la voluntad popular y la democracia.
Es posible comprobar cómo ciertos gobiernos
elegidos por el voto popular se convierten en dictaduras,
devienen autoritarios o totalitarios, marcados por
la violencia y la quita de derechos a las
grandes mayorías.
El sufragio, la posibilidad de expresar la voluntad popular, es una condición necesaria pero no suficiente para poder construir un gobierno democrático. Con el voto no basta. El mandatario elegido por el voto popular tiene que respetar la división de poderes, la Constitución y los tratados internacionales con rango constitucional, entre otras normativas.
La supremacía constitucional es un principio teórico del Derecho que postula ubicar la Constitución de un país jerárquicamente por encima de todo el ordenamiento jurídico, considerándola como Ley Suprema del Estado y fundamento del sistema jurídico. Este principio corresponde a la noción de democracia organizada y supone las ideas de legalidad y estabilidad jurídica: la norma que no esté de acuerdo con la Constitución es inexistente, y los órganos gubernativos sólo pueden actuar dentro del ámbito que la Constitución les señale.
La pirámide del jurista y filósofo austríaco Hans Kelser (1881-1973) representa gráficamente la idea de sistema jurídico escalonado, y categoriza las diferentes clases de normas para distinguir cuál predomina sobre las demás: Constitución, ley, decreto ley, ordenanza, etcétera.
Gobiernos votados por grandes mayorías poseen una legitimidad de origen indiscutible. Pero una cosa es el origen y otra la manera en que se ejerce el poder obtenido en las urnas. Y allí las cosas suelen complicarse: la voluntad popular es dejada de lado, el contrato electoral es acaso el único que puede ignorarse y subvertirse. Las promesas de campaña son solo eso, y muchos gobiernos las traicionan hasta configurar una estafa electoral que rara vez se denuncia como tal.
“La democracia ya no termina con un bang (un golpe militar o una revolución), sino con un leve quejido: el lento y progresivo debilitamiento de las instituciones esenciales, como son el sistema jurídico o la prensa, y la erosión global de las normas políticas tradicionales”, señalan los politólogos estadounidenses Daniel Ziblatt y Steven Levitsky en su libro Cómo mueren las democracias (2018), donde se examinan las condiciones que hacen posible que las democracias colapsen desde dentro, más que por factores externos como golpes militares o invasiones de otros países.
“Durante la Guerra Fría, golpes de Estado provocaron el colapso de tres de cada cuatro democracias caídas. Las democracias de Argentina, Brasil, República Dominicana, Ghana, Grecia, Guatemala, Nigeria, Pakistán, Perú, Tailandia, Turquía y Uruguay perecieron de este modo. Y en el pasado más reciente, golpes de Estado militares derrocaron al presidente egipcio Mohamed Morsi en 2013 y a la primera ministra tailandesa Yingluck Shinawatra en 2014. En todos estos casos, la democracia se disolvió de un modo espectacular, mediante la coacción y el poder militar”, agregan los autores, antes de comenzar a analizar las nuevas modalidades.
Maneras de burlar la voluntad popular
“Sin embargo, existe otra manera de hacer quebrar una democracia, un modo menos dramático pero igual de destructivo. Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder”, escriben los politólogos, al tiempo que consideran que los golpes militares y otras usurpaciones del poder por medios violentos son ahora poco frecuentes.
“En la mayoría de los países se celebran elecciones con regularidad. Y aunque las democracias siguen fracasando, lo hacen de otras formas. Desde el final de la Guerra Fría, la mayoría de las quiebras democráticas no las han provocado generales y soldados, sino los propios gobiernos electos”, agregan Ziblatt y Levitsky citando la obra de Tom Ginsburg y Aziz Z. Huq, How to Lose a Constitutional Democracy (Cómo perder una democracia constitucional, 2018).
“La senda electoral hacia la desarticulación es peligrosamente engañosa. Con un golpe de Estado clásico, como en el Chile de Pinochet, la muerte de la democracia es inmediata y resulta evidente para todo el mundo. El palacio presidencial arde en llamas. El presidente es asesinado, encarcelado o desterrado al exilio. La Constitución se suspende o descarta. Por la vía electoral, en cambio, no ocurre nada de esto. No hay tanques en las calles. La Constitución y otras instituciones nominalmente democráticas continúan vigentes. La población sigue votando. Los autócratas electos mantienen una apariencia de democracia, a la que van destripando hasta despojarla de contenido”, agregan los autores.
Los politólogos estadounidenses sostienen que muchas medidas gubernamentales que subvierten la democracia son “legales”, en el sentido de que las aprueban o bien la asamblea legislativa o bien los tribunales. Es posible que incluso se vendan a la población como medidas para “mejorar” la democracia: para reforzar la eficacia del poder judicial, combatir la corrupción o incluso sanear el proceso electoral.
En muchos casos, además, se sigue publicando prensa, si bien ésta está sobornada y al servicio del poder, o bien tan sometida a presión que practica la autocensura. Los ciudadanos continúan criticando al Gobierno, pero a menudo se encuentran lidiando con impuestos u otros problemas legales. Y todo ello siembra la confusión pública. “La población no cae inmediatamente en la cuenta de lo que está sucediendo. La senda electoral hacia la desarticulación es peligrosamente engañosa”, se lee en Cómo mueren las democracias.
Los autores indagan cómo las sociedades pueden defender sus instituciones cuando un gobernante potencialmente autoritario gana las elecciones y señalan que las instituciones por sí solas no bastan para poner freno a los autócratas electos: hay que defender la Constitución, y esa defensa no sólo deben realizarla los partidos políticos y la ciudadanía organizada, sino que también debe hacerse mediante normas democráticas. “Sin unas normas sólidas, los mecanismos de control y equilibrio no funcionan como los baluartes de la democracia que suponemos que son”, afirman.
Y señalan que los gobiernos autoritarios convierten las instituciones en armas políticas, instrumentalizan la Justicia, sobornan periodistas y empresarios y, finalmente, pueden llegar reescribir las reglas de la política. “La paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones de la democracia de manera gradual, sutil e incluso legal para liquidarla”, concluyen Ziblatt y Levitsky.
Los académicos estadounidenses se preguntan cómo se identifica el autoritarismo en políticos que no tienen un historial antidemocrático evidente. Y se citan el trabajo del politólogo Juan Linz (1926-2013), nacido en la Alemania de Weimar y criado en plena Guerra Civil española. A partir del trabajo de Linz, Ziblatt y Levitsky ofrecen cuatro señales de advertencia para identificar la deriva autoritaria de un mandatario elegido: 1) rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego, 2) niega la legitimidad de sus oponentes, 3) tolera o alienta la violencia o 4) indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación.
Extrema derecha y tecnología
“La extrema derecha 2.0 se ofrece como administradora de la ira y como tecnóloga del miedo en un mundo ilegible. Un mundo muy difícil de entender, puesto que la confusión es el precio que pagamos para no ir a la guerra. Por ahora”, señala Enríe Juliana en el prólogo del libro del historiador italiano Steven Forti, Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla (2021).
En la entrevista publicada el 3 de abril de 2023 en Página 12 firmada por Gustavo Veiga, al ser consultado sobre la necesidad de un nuevo significante para definir lo nuevo, Forti señaló: “Para entender un fenómeno es fundamental no solamente estudiarlo para conocerlo, también cómo lo llamamos. Acá volvemos a un lenguaje mucho más filosófico, podemos citar a Foucault, pero el nombre de las cosas es importante. Por el otro, existe un debate interminable sobre cómo definir a Trump, Bolsonaro, Meloni, Le Pen y hay quien habla de posfascismo, posnazismo, y quien habla de derecha radical o nacional populismo. Entonces, creo que aquí no nos estamos poniendo de acuerdo sobre cómo llamar a este fenómeno que es lo fundamental”.
“La extrema derecha se ha renovado respecto al pasado, ha sabido utilizar antes y mejor las nuevas tecnologías para viralizar sus ideas y la perfilación de datos, que es una gran familia a nivel global, más allá de que existen diferencias obvias entre el bolsonarismo y Marine Le Pen, por ejemplo. No son lo mismo, aunque son más las cosas que comparten que aquellas que los diferencian. Y además no sólo los unen referencias ideológicas; también las redes transnacionales que relacionan a estas formaciones políticas. Tienen fundaciones, think tanks y esta es una novedad muy importante con respecto al pasado. En Europa comparten mucho espacio en el Parlamento europeo, construyen una agenda común. Son el nacional-conservadurismo. Esta derecha trabaja para presentarse como una versión democrática conservadora que no es”, agregó el historiador en la entrevista a Página 12
“La extrema derecha avanza por doquier y gobierna o ha gobernado en diferentes países, mientras que en otras latitudes el autoritarismo es ya un modelo de gobierno aceptado. Alguien se preguntará, quizá, por qué le doy supuestamente tanta importancia a la ultraderecha de las dos primeras décadas del siglo XXI. La respuesta es doble. Por un lado, porque la percepción que tengo es que en muchos casos no hemos aún entendido bien qué es. En síntesis, si no sabemos qué es esta nueva extrema derecha va a ser imposible tomar medidas para frenarla y combatirla y evitar futuros distópicos”, señala Forti.
“Por otro lado, porque, mal que nos pese, los Salvini, las Le Pen, los Trump, los Bolsonaro, los Orbán y los Abascal han venido para quedarse. La ultraderecha, en suma, no desaparecerá de un día para otro porque las razones que explican su surgimiento y avance dependen de los cambios profundos que han vivido, están viviendo y vivirán nuestras sociedades”, agrega el autor.
“Aunque nadie haya reparado en él, sigue habiendo un elefante en la habitación: la revolución neoliberal de Thatcher y Reagan, empezada con la crisis de recesión de la década de los setenta y las victorias conservadoras en Reino Unido y Estados Unidos en 1979 y 1980, respectivamente”, afirma Forti, que señala que, más allá de las muchas divergencias en temas como la economía, los valores y la política, hay ciertas características que comparten todas las formaciones de la gran familia ultra derechista: por ejemplo, en cuanto a las estrategias políticas, su principal objetivo es polarizar a la sociedad, marcar el debate con temas divisivos y escorar hacia la ultra derecha la opinión pública.
Santiago Abascal es un dirigente político
español, titular del partido ultraderechista VOX
Si bien el libro de Forti se publicó antes de la llegada de Javier Milei a la presidencia, el historiador lo incluye, como parte de la gran familia de la ultraderecha global. “Piénsese en los ataques a la supuesta «dictadura progre» de Abascal o en figuras como los nuevos libertarios de ultraderecha argentinos. Gracias a sus exabruptos e insultos a la izquierda, el economista Javier Milei se ha convertido en una estrella mediática del mundo antiperonista: en junio de 2021 tenía más de 420.000 seguidores en Twitter y más de 650.000 en Instagram. Milei lleva años llenando teatros y salas de conferencias, es considerado ya una referencia en otros países latinoamericanos y festejó sus 50 años en una plaza de Buenos Aires con centenares de asistentes. Además, su rostro, reproducido al estilo Andy Warhol, ilustra las tapas de cuadernos y agendas: en suma, es un verdadero referente de los centennials antiprogres del Cono Sur”, señala el autor italiano.
“No debería extrañar que, casi sin una organización que le apoye, al grito de «¡Viva la libertad, carajo!», Milei haya obtenido casi el 14 por 100 de los votos en la ciudad de Buenos Aires en las primarias celebradas en septiembre de 2021”, agrega Forti.
En su libro de 2022, Infocracia. La digitalización y la crisis de la democracia, Byung-Chul Han estudia cómo determinados usos de las redes sociales pueden afectar a las instituciones. “La infocracia basada en datos socava el proceso democrático, que presupone la autonomía y el libre albedrío. La empresa de datos británica Cambridge Analytica se jacta de poseer los psicogramas de todos los ciudadanos adultos de Estados Unidos”, señala el filósofo coreano, al tiempo que hace referencia a uno de los mandatarios que gobernó utilizando las redes sociales con maníaca fruición: “Trump, el primer presidente con Twitter, trocea su política en tuits”.
“En una comunicación afectiva, no son los mejores argumentos los que prevalecen, sino la información con mayor potencial de excitación. Así, las fake news concitan más atención que los hechos. Un sólo tuit con una noticia falsa o un fragmento de información descontextualizado puede ser más efectivo que un argumento bien fundado”, agrega el pensador con relación al fenómeno que se denomina “giro afectivo”.
“La infocracia fomenta la acción instrumental orientada al éxito. El oportunismo se extiende. La matemática estadounidense Cathy O’Neil señala con acierto que el propio Trump actúa como un algoritmo completamente oportunista, guiado sólo por las reacciones del público. Las convicciones o los principios estables en el tiempo se sacrifican en aras de los efectos de poder a corto plazo”, señala Han.
“La información se diferencia de los relatos, que generan una continuidad temporal. El tiempo está hoy fragmentado en todos los órdenes. Las arquitecturas sustentadoras del tiempo, que estabilizan tanto la vida como la percepción, se están erosionando a ojos vistas. El cortoplacismo general de la sociedad de la información no favorece la democracia”, concluye el autor de Infocracia
Nota publicada en la edición impresa del semanario El Eslabón del 09/03/24