Si el ser humano fuera un pelín más tonto se vendería en latas de conserva. Decir que los seres humanos son como borregos es halagarlos demasiado. En realidad son manipulables como semillas transgénicas. Si no, atiendan a esa moda que importaron los metrosexuales, esos esperpentos humanos más descafeinados que la coca-cola y que ya no hay viento que la descabalgue. Me refiero a la moda de los hombres de cuidarse y depilarse como mujeres. Y no es porque hayan descubierto que pringarse el cuerpo con potingues y rasurarse el cabello corporal favorece la circulación de la sangre o los vuelve más viriles. Tampoco porque les aumenta la inteligencia y les perfecciona las virtudes. Ni siquiera es por higiene. No, es una simple cuestión de estética. Tanto tiempo burlándose de la obsesión de las mujeres por semejantes acicalamientos y tanto quejarse del dispendio que les suponía y ahora van y las imitan. En lugar de curarlas a ellas, enferman ellos. Y todo porque los genios de la industria han descubierto, tras sesudos estudios, que afeminando a la población masculina duplican las ganancias. Así de sencillo. Exactamente el doble de negocio por la cara. Para lograrlo sólo han tenido que tirar de los mass media y hacer campañas metódicas de concienciación y lavado de cerebro. Y los gurús de la santa moda, omnipotentes, han logrado con creces su objetivo. El nuevo yugo, promovido por los magnates de la cosmética, ha sido impuesto con éxito. Ahora a forrarse un poco más a costa de la estupidez ajena.
Esto, para los que nacimos con un espíritu libre, repelente natural de todo tipo de esclavitud, tiene consecuencias negativas. Diría más: catastróficas. Especialmente para aquéllos a los que la naturaleza nos dotó con atributos que no se avienen con el nuevo fundamentalismo estético. Así me sucede que si alguna vez -¡por obligación o accidente-! me baño en el mar en época de turistas, a muchos cazo mirando alarmados mi naturaleza peluda. Y no precisamente porque les haga gracia que el viento convierta mi pecho en un tablao de gracia junquera. Basta ver sus caretos para entender que la sutileza del arte les está negada.
Por ellos, huelga decirlo, me la trae al pairo. A ninguno me gustaría invitarlo a rizármelo con sus caricias. Pero lo de las mozas lo llevo peor, que no nació uno sin sangre en las venas. Y cuando alguna mira mi pelambrera con cierta repugnancia, yo no puedo dejar de pensar, enfermando de lascivia, en su pubis teñido, perfumado, hecha con esmero la permanente y bien recortado para que nadie se le enrede en la entrepierna.
Menos mal que uno, a estas alturas de la vida, está hecho a todo y de nada se espanta, por aquello de que quien ha vivido una guerra no se asusta con petardos. Hace siglos que perdí toda esperanza en el homo economicus. Alguien dijo una vez que el hombre como el oso, cuanto más feo más hermoso. A bote pronto puede parecer la sentencia rencorosa de un feo. Pero si se piensa bien, analizando cómo andan las cosas y el derrotero que han tomado, no puede uno dejar de admirar la clarividencia y el funesto presagio que tan socarrón dicho esconde. Toda una advertencia moral para evitarnos la degradación de la especie. La involución que sufrimos desde el Renacimiento.
Qué quieren que les diga, si siguen así las cosas mucho me temo que el día en que las feministas sienten jurisdicción proclamando que el hombre que desee a una mujer es un pervertido será de ver la plaga de autocapados que sufriremos.
Que sean felices…