Esta semana tuve el placer de compartir un par de horas con un grupo de padres de niños en la etapa de Educación Infantil. Estuvimos trabajando la resolución de conflictos y la gestión de rabietas en esa edad.
Y charlando, charlando, fui consciente de algo que nos afecta como padres mucho más de lo que creemos y de un modo mucho más profundo del que imaginamos, porque viene de una emoción básica, visceral y poderosa: el miedo.
Muchas de las reacciones paternas cuando los niños pequeños se niegan a “obedecer” -ya sea comerse lo que le han puesto en el plato o calzarse los zapatos adecuados en un día de lluvia- vienen precedidas de un mensaje mental del tipo “¿y si le dejo hacer lo que quiera cómo voy a recuperar la autoridad después?”. O bien vivimos esos momentos en términos de ganador-perdedor: si el niño gana yo pierdo, para ganar yo el niño tiene que perder. Y estos razonamientos se basan en premisas falsas que ni siquiera hemos experimentado: tememos que el niño “se nos vaya de las manos” y por eso continuamos manteniendo nuestra forma de actuar. Irracionalmente ni siquiera nos hemos concedido tiempo y espacio para investigar nuevas formas de relacionarnos y ver si funcionan o no. Por si acaso seguimos agarrándonos a nuestras soluciones, aunque no funcionen.
Nunca antes nuestros niños han estado tan controlados como ahora, siempre (o gran parte del día) acompañados por adultos: en la ludoteca de las mañanas, en el aula, en las actividades extraescolares, las tardes en casa… y sin embargo la necesidad de control continúa vigente y es la gran dificultad para relacionarnos con ellos desde la misma dignidad personal. ¿Es el miedo a fracasar en nuestra tarea como padres lo que nos hace escuchar los mensajes externos más que la propia intuición y el instinto? ¿Es el miedo a perder la autoridad la que nos hace debatirnos entre la permisividad y el autoritarismo?
Paradójicamente nunca antes los niños de occidente han tenido acceso a tantos medios materiales, de ocio y diversión, formativos… pero seguimos teniendo miedo de no darles lo suficiente y entonces tapamos la falta de presencia y de comunicación con objetos, con regalos, con chucherías. Ese miedo a que no tengan lo que nosotros no tuvimos y sean infelices o queden marcados de algún modo, o bien que pierdan oportunidades de ser personas “de bien” en la vida nos lanza a estar pendientes de ellos constantemene y llenar todos los tiempos de su vida con actividades y experiencias nuevas.
Además está el miedo a la tiranía o el exceso de autoridad que vivimos muchos de los padres actuales en nuestra infancia. Sabemos lo que no queremos para nuestros hijos. Está por ver si acabaremos encontrando lo que sí queremos para ellos y el papel que queremos tener como acompañantes y guías en la maravillosa tarea que tienen nuestros hijos por delante: la de descubrirse, descubrir el mundo y establecer relaciones saludables con los demás.