Hoy no traigo a de krakens y sirenas un relato, traigo una historia. Es tan real y, al mismo tiempo, tan increíble, que no me ha merecido la pena inventar detalle alguno.
Hace unos meses, mientras vaciábamos en el pueblo la casa de Filo, una señora mayor que había muerto, encontré el texto del que voy a hablaros a continuación. Fue todo culpa de mi padre, que me dijo con inocencia: “Anda, Paula, ve tú a empaquetar los libros. El hijo me repitió que podías quedarte todos los que quisieras”. Mi sonrisa, mi caja y yo subimos al desván. Entre varias ediciones pésimas de la Ilíada y el Decameron, encontré lo que parecía, por la cubierta roja algo hortera, una novela de amor.
Me limito a transcribir las primeras páginas del libro, escritas con cierto desorden y en una tipografía distinta del resto de la historia.]
A mi pequeña, por ser tan grande.
—No sé qué hacemos aquí, podríamos haber ido a la cafetería del principio. He tardado mil párrafos en llegar desde el accidente de coche del capítulo VII.
—Tengo que contarte algo, no quiero que se enteren y nadie vuelve a mirar las páginas de la dedicatoria.
—Me dijo Julián que antes quedabais aquí de madrugada. ¿Ha pasado algo?
—De eso hace muchas lecturas ya. Ahora somos dos extraños, después de todas las cosas ilegales que hemos hecho juntos.
—Pensaba que ibais en serio, no sé, esta vez me ha parecido veros flirtear en el prólogo.
—¿Crees que lo ha visto el lector?
—Yo creo que sí, ha sonreído como si se lo esperara.
—Tampoco hay nada de lo que preocuparse. Cuando le he dicho lo del sombrero, estaba igual de seco que siempre.
—Es el prólogo, mujer, no puede ser tan evidente. ¿Esto lo has hablado con él?
—Dice que cuando tenían el libro aún en la biblioteca apuñalé a su madre con saña. Y no es verdad. La apuñalé con la saña justa.
—Entiendo que esa parte de la novela es delicada y en aquella lectura estuviste brillante, permíteme que te lo diga. Yo no sabría hacer eso con el cuchillo cebollero.
—Pero no es mi culpa y además ya lo habíamos hablado. Se lo dije, “Julián, mañana tengo que matar a tu madre, ¿te importa?” y me miró a los ojos y me dijo “eres la mejor matando gente en esta novela”. Y yo me animé, chica, qué quieres que te diga.
—Te voy a confesar que a mí me violentó un poco, pero estabas pletórica.
—Además su madre me dijo al principio, cuando ni nos conocíamos, “a mí no me mates de cualquier manera, haz que salpique la sangre”.
—Salpicó, eso te lo aseguro.
—Pues ahora Julián ni me habla y mañana tenemos la escena de sexo en la cama de su madre. ¿Sabes? Estoy pensando en irme. ¿Aquí se puede fumar?
—Al editor no le gusta que fumemos fuera del texto, pero fuma si quieres. No entiendo lo de irte, ¿vas a dejarlo? ¿así, sin más?
—No sé, buscarme otra novela. Estoy harta de que Julián se folle a mi hermana y de tener que hacer que no me entero hasta el final, poniendo cara de tonta. Porque me entero, ¿sabes? En la descripción no dice nada de que le haga esa cosita con la lengua. Y ya se la ha hecho varias veces.
—A ver, Julián se mete también mucho en el papel.
—En el papel, dice. Ya. Y en sus bragas. Mira, quiero irme a una novela más tranquila.
—Cielo, todas las novelas están desquiciadas.
—Pero en ésta ya no sé si lo que damos son giros de guión o vueltas de campana. Había pensado en algo inglés del siglo XIX. Algo ñoño y más sutil. Estoy harta de tanta lycra y tanta laca.
—No te precipites, piénsatelo bien.
—No hay nada que pensar. He visto en la estantería de al lado un libro con florecitas pequeñas en la cubierta. Está decidido.
—Te voy a echar de menos en el giro final. No voy a ser capaz de atropellar a la criada sin frenar. Tú lo hacías con mucha naturalidad.
—Esa niña sosa le metió la mano al paquete de Julián al final del capítulo II, cuando el lector estaba pasando la página. Su personaje lo merecía, era justicia poética.
—Entiendo. ¿Quieres que le diga algo a él?
—Que nos debemos un final mejor.
PRÓLOGO
La familia de Osvaldo Palacios regentaba todos los hipódromos de la ciudad. Su nueva mujer, Regina, organizaba cenas entre las familias más influyentes y cuidaba con esmero todos los detalles. Decidía el color de la mantelería con mucha antelación y las criadas recibían órdenes estrictas. Aquella noche el salón principal estaba lleno de gente importante que hablaba de negocios y caballos. Cuando Julián llegó, fue la propia Regina quien le abrió la puerta.
—Bonito sombrero, caballero.
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