Para mí, ser madre es la experiencia más hermosa que como mujer podemos experimentar y vivir.
Desde el momento que nuestros pequeños están en nuestro vientre, nuestras vidas toman otro sentido. Cuando al fin llega el esperado día en el que lo conoceremos, comenzamos a ser superheroínas, sin recibir ningún entrenamiento previo. Digo desde este momento, porque es aquí donde nos llenamos de una tremenda fuerza jamás imaginada y cerramos las puertas al dolor; y es que aunque nos duela el proceso, nuestra prioridad no es permitirnos sentirlo. Tan solo nos mantenemos allí, apretando los dientes y con el único pensamiento y deseo de que nuestro bebé nazca sano. No pedimos nada más.
Pienso que para toda madre, escuchar el primer llanto de su hijo o hija al momento de su nacimiento es como ver la luz en un abismo de oscuridad. Tanta felicidad nos hace un manojo de sentimientos y ya no somos dueñas de nosotras. Pensamos que esa es la emoción más fuerte que podemos sentir... pero nos equivocamos... porque al segundo todo esto es superado por ese momento en el que vemos el rostro de nuestro bebé. Al verlo entendemos que estamos conociendo al amor hecho persona y que ya nuestro corazón no está en nuestro cuerpo, desde ya está donde sea que nuestro bebé se encuentre.
Al convertirnos en madre de alguna forma dejamos de pertenecernos por completo; y es que nuestro tiempo, nuestro amor, nuestra atención, nuestro cuerpo, nuestro todo comienza a pertenecer a ese ser que le dimos la vida, con la gracia de Dios.
Ya con nuestro bebé en brazos, sentimos tantas emociones y tantos sentimientos. Como madres primerizas, sobre todo, nos llenamos de confusión, sentimos temor de no poder protegerlo lo suficiente, de no poder evitarle cualquier dolor, temor por la responsabilidad de una vida en nuestras manos... Sin embargo, basta con una mirada de nuestro bebé para darnos cuenta que somos justo la persona indicada para dirigir sus pasos, cuidarlo y llenarlo de amor. Sin darnos cuenta, comenzamos día a día a entenderlo, y es que es algo mágico como de repente nos nace ese instinto que nos guía y nos enseña ante cada paso. No es coincidencia que él esté en nuestras vidas, lo está porque nuestros brazos son lo suficientemente fuerte como para sostenerlo y ayudarle siempre.
Cuando nos convertimos en madres, nuestros días (y sobre todo nuestras madrugadas) comienzan a pasar entre pañales, leche, momentos de adivinanzas y otros. El dormir se nos vuelve un lujo, y el vigilar cada segundo del sueño de nuestro bebé en una necesidad. Cuando nos convertimos en madre, por raro que se escuche, hacemos fiestas por cada gasesito, y es que así sabemos que más tarde no tendrá cólicos ni llorará por incomodidad. Nos volvemos másters en bañarnos y comer en tiempo record. Todo sentido de asco nos abandona, y desde el primer momento cambiamos sus pañales y recibimos sus vómitos como si toda la vida estuviéramos preparándonos para ello.
Cuando nos convertimos en madre, nuestros días se llenan de sonrisas, de ternura y de momentos tan mágicos y tan hermosos. No podemos dejar de mirar aquel milagro que nació de nosotras y que cada día crece y nos sorprende con nuevas cosas. Cuando nos convertimos en madres, nos llenamos de tanto amor para nuestra familia, nos hacemos tan frágiles al dolor y a la misma vez tan fuertes. Nuestras prioridades cambian, porque comenzamos a entender el verdadero significado de la vida. Cada uno de estos sentimientos se triplica cuando contamos con nuestra pareja; porque cuando nos convertimos en madre, también nos volvemos mejores esposas. Es cierto que el tiempo y la situación a veces nos complican el ritmo normal de la relación de pareja, pero si lo decidimos juntos podemos hacer que todo funcione mejor.
Y es que cuando nace un bebé, también nace una madre, nace un padre y nace una familia. Cuando nace un bebé, se produce el más hermoso de los milagros y se crean los mejores momentos que se pueden vivir. Cuando nace un bebé, todos nos preguntamos cómo habíamos vivido sin él todo este tiempo.