Pedro Paricio Aucejo
Transcurridos más de cinco siglos desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, el continente hispanoamericano sigue siendo hoy en día una realidad culturalmente próxima para España. Si esto sucede ahora, no puede extrañar que, en el siglo XVI, multitud de hombres –especialmente de la Corona de Castilla– se desplazaran a aquellas tierras en busca de posesiones, fama y demás alicientes propios de todo proceso expansionista. La importancia de los territorios descubiertos, el contacto de los conquistadores con pueblos que se hallaban en la trayectoria inicial de su evolución histórica y la intensidad de la tarea a afrontar (aportación del instrumental económico básico para su incorporación a la cultura del Viejo Mundo y cristianización de los nativos) hizo inevitable la organización de su proceso colonizador.
Como tantos otros españoles de la época imperial, buena parte de los varones de la familia de Santa Teresa de Jesús marchó a las Indias. Es lo que le sucedió a sus hermanos Hernando, Rodrigo, Lorenzo, Antonio, Pedro, Jerónimo y Agustín, que desplegaron sus actividades en el virreinato del Perú. En el caso de Rodrigo, pasó luego a Chile y murió en lucha con los araucanos. Este desplazamiento allende los mares de los parientes directos de la mística de Ávila –que nunca salió físicamente de su patria– le forzó a mantener correspondencia escrita con ellos.
Son cuatro las cartas que se conservan en la actualidad, enviadas a Quito por Teresa desde –respectivamente– Ávila, Toledo, Valladolid y, de nuevo, su ciudad natal. Dada la característica extra nacional que –dentro del acervo epistolar de la Santa– poseen, el académico sevillano Francisco Sánchez-Castañer y Mena (1908-1992) las denominó ‘cartas americanas o hispanoamericanas’¹. Según sus referencias, dos de ellas –fechadas en 1561 y 1570– iban dirigidas a su hermano Lorenzo de Cepeda. Y las otras dos –de 1580 y 1581– al hijo de aquel, también llamado Lorenzo.
La carta inicial es también la primera del epistolario teresiano que se conserva². En su mayor parte, está dedicada a la fundación del convento de San José, a la que Lorenzo contribuyó con el envío de dinero. La monja abulense pasa después a referirse a los pleitos familiares entre doña María –hija del primer matrimonio de don Alonso, su padre– y sus hermanastros. Igualmente, hace referencia a los asuntos de las pruebas de hidalguía y, finalmente, envía su recuerdo para los demás hermanos.
En la segunda misiva, su tono demuestra –para el citado catedrático de Literatura Hispanoamericana– la angustia de la hermana por el ausente, a quien insta a cumplir su ‘buena determinación’ de volver a Ávila: “En todos nuestros monasterios se hace oración para que nos le traiga con bien”. Alude a los peligros espirituales que tendrá en Indias, así como al estado de la reforma carmelitana, a su salud corporal, a los negocios familiares, a los buenos colegios que hay en Ávila para sus hijos, al estado de la familia y de sus ahorros, finalizando con la reiteración de su deseo de un pronto regreso (“que nos juntemos entrambos para procurar más la honra y gloria del Señor, y algún provecho de las almas”). Se despide sintiendo la muerte de su esposa, ofreciendo su sufragio y el de todos los monasterios, así como enviando recuerdos para su hermano Jerónimo, también en el Perú. En la postdata, insiste de nuevo en la vuelta de Lorenzo y demás hermanos residentes en las Indias.
Las otras dos misivas hispanoamericanas de la religiosa castellana las envió a su sobrino Lorenzo. En la primera de ellas, le da primordialmente noticias de la muerte de su padre (“si consideramos bien las miserias de esta vida, gozarnos hemos del gozo que tienen los que están ya con Dios”), del estado de sus hermanos Teresa y Francisco, así como de otras noticias familiares. En la segunda carta, le felicita por su casamiento, le da noticias de su hermana Teresa y de la hija natural del propio Lorenzo, así como le informa de nuevas fundaciones de conventos. Menos de un año de vida quedaba a Teresa cuando escribió esta epístola, en la que preludia ya su muerte: “Recia cosa es en tanta edad ponerse a tan peligroso camino por hacienda que ya no habíamos de entender sino en aparejarle para el cielo. Dios nos le dé, y a vuestra merced haga tan santo como yo le suplico”.
Escritas en plena madurez de la Santa, estas cartas hispanoamericanas sirvieron para unir a seres queridos que habitaban a ambos lados del Atlántico, conocer mejor la personalidad de nuestra Doctora de la Iglesia por lo que respecta a su relación con los familiares allí residentes e incluso saber algunos detalles sobre la realidad de aquellos países. Pero, en tanto que en ellas, además de hechos, hallamos también la doctrina que los fundamenta y explica, para el doctor Sánchez-Castañer, estas cartas permiten, sobre todo, percibir la semilla teresiana que –cruzando epistolarmente el océano– vivificaría las lejanas tierras de Indias.
¹Cf. SÁNCHEZ-CASTAÑER, Francisco, “Las cartas hispanoamericanas de Santa Teresa de Jesús”, en Anales de literatura hispanoamericana, Madrid, Universidad Complutense-Servicio de Publicaciones, 1982, núm. 11, pp. 173-180.
2 Siendo más exactos, señalamos que se conserva una misiva anterior, de apenas seis líneas. Más que una carta, habría que considerarla una nota, y está dirigida al administrador del palomar de Gotarrendura. La datación es insegura, aunque se suele situar en torno al año 1546.
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