«Antes hacía cosas por el postureo», me dice. ¿Puede ser que él me lleve algún año de ventaja en todas esas reflexiones? ¿Puede ser que yo empiece a ser consciente de ciertas cosas como que el alcohol no nos hace bien?
Siento que somos más tristes que antes, que el trabajo y esta sociedad nos han quitado ciertas ilusiones, que queremos hacer un cambio y no sabemos cómo.
Ahora tenemos otro parque donde he llorado, pero a la vez me he sentido bien. Donde le he echado de menos a pesar de tenerlo sentado al lado. «Creo que tú y yo hablaremos toda la vida», sentencia. Tiene razón, no puedo ni quiero vivir sin él.
A veces tengo miedo. Espero que no tenga ganas de saber de mí solo para asegurarse de que le sigo amando, de que caló en mí y nunca podré olvidarlo. Espero que lo haga porque, cuando esté bien, se vaya a casar conmigo.
Me pasan cosas y hablo de ello, pero no lo elijo yo, dejo que me pasen las cosas, no busco que me pasen cosas específicas.
Siempre flashes. La noche en aquel aparcamiento de Nueva Zelanda, una sola farola al lado de una antigua estación de tren, nuestros cuerpos desnudos en el colchón de la furgo. La plaza de Roma donde nos tomamos un par de latas de cerveza, ya de noche, escuchando a unos músicos callejeros tocar. Los dos en Barcelona, en el Eixample, sentados el uno frente al otro en la cornisa de un ventanal, tomándonos una cerveza, nos da el sol en los ojos y él me hace fotos. El bar de madera en Nambucca Heads, que parece sacado de una película americana.
Ahora también me vienen flashes de viajes sin él y eso me apena. Un supermercado de Islandia donde siento que toda la aventura está por empezar. Yo sola en Rodas, aquel chico que conocí llevándome en moto a todos lados con un café con hielo en la mano.
Un hombre empuja un carrito, tiene acento colombiano y dice al final de cada frase «¿Cierto?». Me recuerda a su madre y me produce mucha ternura. Me encantaría volver a verla y hablar con ella. Personas así siempre te hablan con voz dulce y tienen algo interesante que contar.
Él se acuerda también de Grecia, incluso recuerda el nombre de la isla, Naxos, cuando nos quedamos sin gasolina. Yo había olvidado que, con tanto viento, se le había salido el quad en la curva de la carretera.
Me dices “Ahora vuelvo” y con el dinero sobrante me compras un koala de peluche en el aeropuerto.
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Es curioso porque sin haber publicado aún el texto, tú también pensaste en los dos en el colchón de la furgo, yo encima de ti. A veces siento que eres el único que me entiende y me conoce más que yo misma. “Siempre te pones triste cuando vuelves de un viaje, es normal, ya se te pasará”. Hoy me siento como cuando volvimos de Australia. Solo tengo ganas de hablarte a ti.
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