Edición:Tres hermanas, 2017Páginas:271ISBN:9788494434884Precio:18,00 €
Fernando J. López (1977) se ha distinguido desde sus inicios por construir una obra muy cercana a los conflictos de nuestra realidad social. Escribe con una voz crítica y analítica que se manifiesta en sus múltiples facetas —novela, dramaturgia, libro juvenil—, y se muestra particularmente comprometido con la visibilidad LGTB y la educación (se ha dedicado durante muchos años a la enseñanza), si bien sus temas van más allá. Con La edad de la ira (2011) consiguió lo que todo escritor anhela: un long-seller, un título que en su momento pasó un tanto desapercibido pero gracias a las recomendaciones entre lectores (y en las aulas, pues conectó sobre todo con los adolescentes) logró tener una segunda vida y ha seguido reeditándose desde entonces. Cuando todo era fácil (2017), su publicación más reciente, se desmarca del universo de La edad de la ira y explora el desengaño de un hombre que se reencuentra con su pasado cuando está a punto de cumplir cuarenta años.«Ningún regreso es inocente» (p.11). Óscar, narrador y protagonista de esta historia, se marcha de Nueva York, donde reside desde hace una década, para regresar a Madrid, tierra de su infancia y de su juventud. En Nueva York llevaba una existencia cómoda, con pareja estable y proyectos artísticos; una vida envidiable a ojos de los demás, pero algo fallaba. Se marcha, y deja a su novio estupefacto en una ciudad estupefacta tras la elección de Donald Trump como presidente. A sus casi cuarenta años, el protagonista se lo replantea todo. En Madrid le esperan su madre, su hermano y su sobrino adolescente; pero sobre todo le esperan sus amigos. Los que se quedaron, los que no han tenido tanta suerte: el aspirante a editor reconvertido en taxista, la escritora frustrada que da clases en un instituto, la gestora que intenta entrar en política. La fiesta de bienvenida termina en tragedia: su mejor amigo es acusado de matar a una niña de trece años. Óscar trata de enderezar su camino mientras se pregunta si aún puede creer en sus amigos de antaño.El autor pone al protagonista frente al espejo y sin disfraz, con todas sus imperfecciones al descubierto. Esta es una obra sobre los sueños rotos de una generación más preparada que la anterior que sin embargo vio su futuro truncado por la crisis. O no solo por eso. Este grupo de amigos representa a la clase media cultivada; los colegas de la facultad de letras. Antes eran jóvenes con grandes aspiraciones, inconscientes de la dificultad que entrañaba realizarse en el ámbito cultural. Ahora, en el Madrid posterior al 15-M, se han resecado, han encauzado sus vidas a su manera y cada uno sobrelleva el malestar como puede («crecer no ha resultado ser otra cosa más que aprender dónde terminan los contornos de lo real», p. 27). El eje del libro es el dolor por la aceptación de que uno nunca llegará tan lejos como quería, la amargura de comprobar que el esfuerzo no garantiza la recompensa, que en esta época de precariedad se está obligado a convivir con la sensación de fracaso permanente. No se trata de una historia amable ni optimista, no reconforta ni consuela; el protagonista intenta perdonarse a sí mismo, aunque no se puede decir que lo consiga («la derrota es el más universal y tedioso de los sentimientos», p. 22).Además, rinde homenaje a la amistad, a los amigos que nos han conocido en lo mejor y en lo peor. La amistad se enfrenta a los obstáculos del tiempo y la distancia: después de tantos años, ¿habrán cambiado sus amigos?, ¿qué habrá sido de sus aspiraciones?, ¿cómo lo recibirán? «Nos recordaba distintos. O quizá llevo tanto tiempo inventándonos que imagino que éramos algo que nunca fuimos» (p. 35), medita. La trama del crimen en la que está involucrado el amigo sirve de pretexto para que el protagonista se pregunte hasta qué punto lo conoce, hasta qué punto ha podido cambiar en su ausencia. Hay una lealtad inquebrantable por su parte, pero las dudas están ahí (de forma secundaria, aborda el tabú de la relación entre un adulto y una menor). Por otro lado, los amigos lo reciben con un afecto no exento de celos: por mucho que Óscar se sienta frustrado, ha logrado vivir del arte en una ciudad de ensueño, mientras que ellos se quedaron en Madrid, soportando los latigazos de la recesión. Les molesta que vuelva y pretenda conocer mejor que nadie al acusado cuando no estuvo ahí en los malos momentos. Se producen encuentros incómodos, tensos; la amistad también es eso. Y los silencios, porque todo no se puede decir.Pese a plantear temas que trascienden cualquier época (la necesidad de empezar de cero, la asunción del fracaso, las pruebas de la amistad), tiene un marcado carácter generacional en las abundantes referencias musicales, cinematográficas y televisivas de quienes crecieron en los ochenta. El personaje reniega de sus ilusiones pasadas, pero no puede desligarse de los referentes que conformaron la persona que es; la cultura popular como una parte fundamental del aprendizaje («las canciones de nuestra adolescencia nos conocen tanto que nunca dejan de definirnos», p. 163). Eso sí, sin nostalgia: rechaza el tópico de que «el pasado siempre fue mejor», y lo hace con la toma de conciencia, no solo de las expectativas frustradas, sino de la tendencia a idealizar. El protagonista, un claro alter ego del autor, pertenece a una generación más abierta que la de sus padres, pero su juventud no estuvo libre de traumas, como el miedo a revelar su sexualidad. Esa cultura popular que cada generación considera «mítica» solo porque fue la suya, no era, para él, tan liberadora. Perpetuaba determinados tabús, y no preparaba para hacer frente al fracaso. Desmonta el «cuando todo era fácil», porque no lo fue, por mucho que el adulto se empeñe en recordarlo así para canalizar el malestar del presente.Hasta aquí, todo funciona: temas interesantes, pertinentes y planteados con inteligencia, con una mirada personal. Con todo, le hago algunas críticas. En primer lugar, la reiteración: el narrador se da demasiadas vueltas a sí mismo, repite su discurso (insatisfacción general, frustración profesional, desmitificación del pasado, el hartazgo de ser la eterna promesa). El mensaje queda claro; no hacía falta insistir tanto, la novela se acaba haciendo pesada. En su voz se oye más de la cuenta al autor, que a ratos parece perder el hilo de la ficción para desahogar sus preocupaciones. En las referencias culturales de su generación también se excede, hay demasiadas enumeraciones. Quizá el problema de fondo es un exceso de reflexión. Da la sensación de que el protagonista no evoluciona, se mantiene estancado en sus ideas. Sí, al final toma decisiones, vive episodios traumáticos, rompe las cadenas, pero me pareció una resolución un tanto apresurada, que no terminé de creerme.En segundo lugar, los personajes (salvo los adolescentes) se expresan igual. Si bien es cierto que los amigos tienen un nivel cultural parecido, incluso la madre utiliza fórmulas propias del narrador («Hablar sin más pretensión que la de contarnos», p. 202). En relación con esto, el tono de la novela puede resultar pedante. El narrador, como hombre culto, no escatima en referencias, no solo de su juventud. El libro está revestido de un pretendido aire intelectual que le resta «alma». Por último, la trama de intriga no funciona. No es lo más importante, está al servicio de lo principal (poner a prueba la amistad), pero, aun así —y habiendo leído otras novelas del autor, en las que asimismo introduce un misterio, como la citada La edad de la ira o Las vidas que inventamos—, se podría haber cuidado más. La trama se abandona en muchos capítulos, apenas se trabaja la tensión y se abusa de las casualidades (de repente todos los personajes que se cruzan con él conocen a los involucrados: su ligue, su sobrino).
Fernando J. López
Mi opinión sobre Cuando todo era fácilse fue modificando a medida que avanzaba en la lectura. Al principio conecté con su propuesta, con ese punto de vista desencantado y lúcido, que aborda cuestiones que nos atañen a todos. No obstante, conforme avanza se le notan las costuras, se estanca, da la impresión de ser un libro escrito con prisas, que podría haberse pulido más (teniendo en cuenta que se desarrolla a finales de 2016 y el autor lo acabó en marzo de este año, tal como consta, no parece descabellado). De todas formas, Cuando todo era fácil no es ni mucho menos una mala novela. Se sostiene gracias al oficio de Fernando J. López, que sabe escribir, y ha depurado su prosa hasta dar con un estilo pulcro, fluido, directo, de frases bien moduladas. En fin, aunque tenga sus más y sus menos, cuando una novela está bien escrita hay motivos para disfrutarla.