Como habréis podido ver, el blog lleva tres meses sin actualizarse. Y por fin ha llegado el momento de reencontrarme con todos vosotros. Son las ocho y media de la mañana de este domingo. Mientras Pablo, Amets y Calcetines duermen, yo estoy en el sofá, disfrutando de la poca luz y el fresquito que se filtra por las rendijas de las persianas y el silencio que reina en la casa. Y, sobre todo, disfrutando del placer de volver a escribir en el blog. No os imagináis cuánto lo he echado de menos. Aunque muchos ya sabéis los motivos de este parón, creo que es justo explicaros el porqué de mi ausencia. Me apetece contároslo y, sobre todo, lo necesito.
Como muchos estaréis pensando Amets, mi primer hijo, que ya tiene seis meses, es el motivo principal de que ya no tenga tiempo para leer, reseñar o visitar vuestros blogs. Pero, por desgracia, no es el único. En Semana Santa, cuando mi única preocupación era disfrutar en Pamplona de las vacaciones en familia, leer y dar largos paseos con el peque, de pronto todo saltó por los aires. Un móvil que no se descuelga. Que se apaga. Nervios, preocupación, inquietud, malos presentimientos. Y una llamada que los confirma. Mi tío encontró a mi padre muerto en la cama. Le había dado un infarto mientras dormía. Incredulidad, impotencia, dolor, tristeza, rabia. Un abuelo joven, de 61 años, que solo disfrutó a su primer nieto durante tres meses y que ya nunca le verá gatear, andar, decir su primera palabra. Un abuelo que nunca le acompañará en su primer día de guardería o de colegio. Que no le llevará al Sadar a ver jugar a Osasuna. Un abuelo que solo serán anécdotas, historias, recuerdos y unas pocas fotos.
Después de cuatro días eternos, oscuros, todo volvió a empezar. Mi abuela materna falleció después de dos semanas en coma por un ictus. Y tras llorar lo que jamás pensé que se podía llorar, las lágrimas tuvieron que dejar paso a la burocracia. Mis padres estaban separados y yo soy hija única, así que tuve que encargarme de todo el papeleo que conlleva una muerte, y nunca imaginé que fuese tanto y tan complicado. Y así, entre hospitales, tanatorios, cementerios, iglesias, notarios, abogados, juzgados, ayuntamientos y demás edificios públicos pasaron abril, mayo y junio sin que me diera cuenta. Ahora, tres meses después, y tras haber terminado por fin el tedioso y odioso papeleo el dolor sigue estando ahí y me temo que no se va a marchar en mucho tiempo. Pero, por suerte, también están las ganas de seguir adelante, de mirar al futuro, las ganas de volver a vivir, a disfrutar y, por encima de todo, las ganas de Pablo y de Amets y de comenzar una nueva etapa juntos. Porque tras cinco años maravillosos, intensos, sorprendentes e irrepetibles en Madrid, hemos decidido volver a vivir a Pamplona. Tenemos muchos motivos para quedarnos en Madrid, pero también otros muchos para volver a nuestra tierra, con nuestra gente. No tenemos una bola mágica y no sabemos si es la decisión correcta o no, pero es la nuestra. Y confiamos en que, especialmente para Amets, sea la acertada. Así que ahora estamos viviendo entre cajas y más cajas. El 25 de julio ya nos mudamos. Por fin. Y os prometo que voy a hacer todo lo posible para que cuando la estabilidad, la rutina y la tranquilidad vuelvan a mi vida también vuelva a contárosla aquí.
En diciembre murió mi abuela paterna, en abril mi padre y mi otra abuela, en junio la abuela de mi marido. Mi mundo ha saltado por los aires, se ha puesto patas arriba y en este tiempo se me ha pasado el cuarto aniversario del blog, haber alcanzado las 600.000 visitas y creo que todo eso, vuestros comentarios, vuestros emails y, en definitiva, vuestra compañía, se merecen que poco a poco este blog vuelva a la vida.
Porque me ha costado, pero después de tres meses me he dado cuenta de que he echado el blog muchísimo de menos. Más de lo que hubiese imaginado. Porque junto con la familia y los amigos, los libros y la escritura son la mejor ayuda, la mejor terapia y el mejor refugio cuando todo salta por los aires.