Me propongo no hablar de cosas tristes en este blog. Principalmente porque eso no sirve para nada; ni siquiera para desahogarse.
Llorar es bueno, incluso higiénico, pero quejarse de todo es de nenazas, o de futbolistas.
Además, ¿qué voy a decir? Todos lo sabemos. ¿Para qué insistir?
Así que no entraré a ese trapo.
La vida es muy injusta, naturalmente que sí. Eso ya lo aprendí de niño con los programas de Félix Rodríguez de la Fuente. La parejita de lirones caretos estaba tan contenta preparando su madriguera y acopiando comida para el invierno y de repente llegaba el buitre leonado y ¡zasca! No hay derecho. Esto no debería ser así. Justo cuando les habías cogido cariño a los lirones, no me fastidies.
Todo es así de cruel. Es la vida.
Los arquitectos hemos tenido mucho trabajo y mucha prosperidad hace unos años, y de repente se terminó todo. No es que hayamos bajado un cincuenta, un sesenta un setenta por ciento. Es que ha hecho pum y nos hemos quedado a dos velas. Y los últimos trabajos que hicimos ni los cobramos ni los cobraremos nunca, pero tenemos que seguir pagando, y pagando, y pagando.
Bueno, esto es así.
Ya está. Se acabó.
Claro. Y qué le vamos a hacer. Además de esto mucha gente padece enfermedades injustísimas y toda suerte de desgracias que no merecen. ¿Por qué? Así ha sido siempre, pero ahora parece que es más. Todo es más gris, más triste, más injusto, y todo colabora a que estemos con un desánimo y un pesimismo terribles, que tiñen todos los aspectos y nos amargan aún más nuestra vida.
No se puede decir nada. No tengo derecho a decir nada más, ni siquiera a intentar quitarle hierro a todo esto, porque lo tiene. Tiene muchísimo hierro.
Personas que no sólo no pueden ganarse la vida, no pueden subsistir, sino que, sobre todo, se sienten inútiles, se sienten fracasadas, se sienten incompetentes, torpes, tontas, fallidas, estúpidas, ignorantes. ¡No! ¡Eso sí que no!
Gente que se pone a estudiar inglés, o informática, o lo que sea, porque necesita decirse a sí misma que la culpa no es suya. ¡Pues claro que no es culpa suya! ¡Estaría bueno! Gente válida, que sabía (y sabe) calcular una estructura de hormigón, que sabía (y sabe) vender un piso, alquilar una plaza de garaje, preparar un contrato de compraventa, hacer unas maestras en un paño, montar la ferralla de una viga o clavar una estaca para un replanteo. Y ahora resulta que no saben nada. Hay que reinventarse. Hay que reconvertirse, nos dicen.
Os lo advierto: No me digáis que tengo que reinventarme. Si apreciáis vuestra integridad física no me lo digáis. Pues claro que nos estamos reinventando todos, a cada momento y a la fuerza, aceptando trabajos y haciendo chorradas que jamás habríamos sospechado, dando más vueltas que un tonto, gastando gasolina para nada, de acá para allá, llamando mil veces para ver si nos pagan al menos una parte de las facturas que nos deben (y pasando más vergüenza que nuestros deudores, y no cobrando ni un chavo de nadie), yendo a cursillos chorras que organizan los colegios, las escuelas, los institutos y los viveros de empresa, haciéndonos emprendedores quienes siempre lo hemos sido, que nos hemos pasado la vida ahí, en el ruedo, esperando al toro a portagayola sin más armas que un lápiz, un escalímetro y una calculadora, y que jamás hemos tenido miedo a ningún miura ni a ningún vitorino. Lo que pasa es que se acabaron los toros y ahora nos toca torear garrapatas y mosquitos, que no sólo es más difícil, sino que además, hagas lo que hagas y por más que trabajes y sufras, no se pueden torear, ni puedes conseguir de ellos ninguna oreja ni ningún rabo.
Estamos acostumbrados a darnos cabezazos contra un muro, pero ya no encontramos ni el muro para abrirnos la cabeza. Por favor, una buena pared para estampar en ella la sesera. No pedimos más.
Siempre estamos diciendo que estudiamos una carrera difícil, muy exigente, pero apasionante, y que hemos ejercido una profesión no menos difícil, no menos exigente y no menos apasionante. Ahora, sin embargo, sentimos que vivimos una época muy dificil y muy exigente, pero nada apasionante, y nos hemos desapasionado completamente. Se nos han caído todos los palos del sombrajo y nos hemos dado cuenta de que no hay nada.
Y sin embargo...
Y sin embargo yo no había visto hasta ahora a tantos arquitectos entusiasmados por la arquitectura. En la época disparatada del boom estábamos todos demasiado ocupados haciendo adosados, o lo que fuera, y no teníamos tiempo ni de hojear nuestros libros, ni de leer, ni de pensar.
Ahora, por el contrario, nos queda menos dinero para comprar libros, pero más tiempo para leer los que compramos entonces, y a los que no hicimos el caso que merecen.
Ahora muchos arquitectos (jóvenes y no tantos) suben y suben fotos de arquitectura a facebook y a twitter, tienen blogs, entran en debates... aman la arquitectura más que nunca y la muestran y comentan.
Por otra parte, había entonces demasiados arquitectos que caminaban varios centímetros por encima del suelo, y no deja de ser consolador que por fin hayan tomado tierra y se hayan vuelto humanos. Era una cosa muy rara tener que soportarlos y sufrirlos.
Yo veo y leo a compañeros muy enamorados de la arquitectura, muy entregados a ella, muy inteligentes y con mucho talento. Ojalá se pudiera vivir de esto. Ojalá el mero amor a la arquitectura fuera en sí mismo una forma de vida. (Casi lo es, sólo que no paga la hipoteca ni los zapatos).
Homero, que era un hacha diciendo perogrulladas con un gran aliento, dice en la Odisea (canto VII) que "no hay cosa más inoportuna que el maldito estómago, que nos incita por fuerza a acordarnos de él", y como también era un hacha repitiendo los conceptos, lo vuelve a decir en el canto XVII: "Cuando tiene apetito, no es posible acallar al maldito estómago que tantas desgracias suele acarrear a los hombres". Y otra vez en el mismo canto: "El miserable estómago, el maldito estómago, que proporciona males sin cuento a los hombres". La idea es que los seres humanos seríamos capaces de hacer heroicos gestos y de afrontar especulativas filigranas si no fuera por la necesidad que tenemos de llenar el estómago todos los días; necesidad que nos lleva a vender crecepelo de puerta a puerta, a ser cronistas deportivos o incluso a trabajar.
Bien. Vale. Eso es indiscutible. No lo puedo olvidar ni despreciar. No puedo hacer un canto de amor a la arquitectura y decirles a mis compañeros que disfruten con su contemplación y con su estudio aunque no tengan los mínimos ingresos imprescindibles para afrontar las más perentorias necesidades de la vida.
Pero sí que me atrevo a hablarles de otro Homero: Un filósofo práctico. Un "pobre hombre" (para mí un hombre rico, feliz y privilegiado donde los haya) que sueña con paraísos sencillos: la cerveza, la tele, haraganear los domingos (y el resto de la semana), comer... Trabaja poco, y los errores que comete se acaban solucionando por sí solos. Su mujer le adora y sus amigos también. ¿Quién da más?
Cuando todo se derrumba, cuando ya no sabemos dónde mirar ni dónde agarrarnos, aparece la voz autorizada de Homer, su ejemplo poderoso:
-¡Que no cunda el pánico! Recuperaré el dinero vendiendo uno de mis hígados. Puedo vivir con uno.
Porque Homer sí sabe lo que quiere, y cómo conseguirlo, y nos enseña a todos.
-Toda la vida he tenido un sueño: conseguir todos mis objetivos.
Y no se arruga porque a otros les vaya mejor que a él. Qué va.
-Tendrá todo el dinero del mundo, pero hay algo que nunca podrá comprar... ¡Un dinosaurio!
Es conformista, plácido, feliz. Nada de reinventarse, nada de hacer cursillos estúpidos:
-Hijos: Lo intentasteis al máximo y fracasasteis. La lección es: No intentarlo nunca.
Y, cuando a pesar de todo ello el mundo se derrumba:
-Normalmente no rezo, pero si estás ahí sálvame, Superman.