La Bastida de Bellera. Foto de TecnoFes.
En todas las visitas siguientes fuimos nosotros, sus hijos, los que ubicábamos las habitaciones, la entrada de la casa o la plaza del pueblo. Todo desde el abrevadero que aún utilizaban las vacas, desde donde avistábamos la zona siempre a nuestra llegada. Justo bajar del coche nos iluminaba la famosa foto familiar en blanco y negro que tanto conocíamos. Foto de la familia, con mi padre bien pequeño, que siempre hemos tenido presente como el único retrato de los Riba. La necesidad de explicar esto surge de la lectura de un artículoen el que ha participado María Sánchez. Leerlo fue regresar a esa primera vez. “Cuando un pueblo muere, no viene nada después. Desaparece una cultura, un patrimonio y unas costumbres adheridas a él”. Con los años tuvo lugar una reunión de los descendientes del Pallars. Entre todos decidieron declarar la zona patrimonio rústico, lo que significaba que dejaba de ser edificable, reconstruible o habitable. La decisión suponía que debía dejarse caer, que el tiempo no respetaría el recuerdo en pie, sino que habría que hacer un puzle individual para su recuerdo. Pagar menos impuestos se antepuso a que continuara siendo un pueblo vivo. Mantenerlo en la distancia del presente suponía aceptar no poder rememorar el pasado sino montarlo como un collage, como lo aprendimos nosotros de niños. El texto apunta cómo la pérdida de la personalidad de un pueblo aparece por la dejadez, por el abandono, porque los que van/vamos de visita no aportamos el valor, el producto, la vida que necesita para no extinguirse. Aquellos montañeses se rindieron. No lucharon por mantener las piedras en pie, no aceptaron sacrificios para conseguir que el campanario restara intacto. Aprendieron de memoria qué forma representaban antaño los cascotes. Los hijos de todos ellos asimilamos cada espacio como el propio de nuestro apellido, cada montículo como el inicio de cada una de las sagas.Pirineo catalán, verano 2015.