Revista Creaciones

Cuando un pueblo muere

Por Ripu77
Recuerdo la primera vez que visité el pueblo donde nació. Lo recorrimos poco a poco, acompañados de la sonrisa colgada, ese día sí, de su rostro triste. Caminamos sobre piedras, con el conocimiento de que estábamos pisando espacios antes llenos de vida. A medida que nos adentrábamos en el pueblo decía: “eso de ahí es el campanario que aún no ha caído del todo”, “esta era mi casa, ¿ves eso? – gritaba señalando los escombros – era nuestro salón, donde comíamos los 8 alrededor de la mesa” “¿Y eso? La cuadra de nuestras vacas debía estar más o menos aquí”. Su entusiasmo se mezclaba con la pena. Su seguridad nos mostraba su memoria nítida, como si recreara un escenario 3D y lleváramos todos las gafas puestas para visualizarlo como él lo recordaba, como él lo estaba viendo en realidad.El pueblo de mi padre está en ruinas. Abandonaron el Pirineo en los años 70. Bajaron todos y se repartieron entre el Pre-Pirineo, otros valles o la ciudad. Dejaron el terreno adueñado por las vacas que allí quedaron, algunas, abandonadas a su suerte; por los lobos y el resto de animales que se hicieron reyes del lugar. Cargaron sus enseres, todo lo que no debía quedarse allí. Tal vez sabedores de que ese sitio dejaría de estar vivo. Hasta los topes, reloj de pared centenario, la máquina de hacer chireta que pocos tenían. Herencias de montaña que debían llegar a la civilización.

Cuando un pueblo muere

La Bastida de Bellera. Foto de TecnoFes.

En todas las visitas siguientes fuimos nosotros, sus hijos, los que ubicábamos las habitaciones, la entrada de la casa o la plaza del pueblo. Todo desde el abrevadero que aún utilizaban las vacas, desde donde avistábamos la zona siempre a nuestra llegada. Justo bajar del coche nos iluminaba la famosa foto familiar en blanco y negro que tanto conocíamos. Foto de la familia, con mi padre bien pequeño, que siempre hemos tenido presente como el único retrato de los Riba. La necesidad de explicar esto surge de la lectura de un artículoen el que ha participado María Sánchez. Leerlo fue regresar a esa primera vez. “Cuando un pueblo muere, no viene nada después. Desaparece una cultura, un patrimonio y unas costumbres adheridas a él”. Con los años tuvo lugar una reunión de los descendientes del Pallars. Entre todos decidieron declarar la zona patrimonio rústico, lo que significaba que dejaba de ser edificable, reconstruible o habitable. La decisión suponía que debía dejarse caer, que el tiempo no respetaría el recuerdo en pie, sino que habría que hacer un puzle individual para su recuerdo. Pagar menos impuestos se antepuso a que continuara siendo un pueblo vivo. Mantenerlo en la distancia del presente suponía aceptar no poder rememorar el pasado sino montarlo como un collage, como lo aprendimos nosotros de niños. El texto apunta cómo la pérdida de la personalidad de un pueblo aparece por la dejadez, por el abandono, porque los que van/vamos de visita no aportamos el valor, el producto, la vida que necesita para no extinguirse. Aquellos montañeses se rindieron. No lucharon por mantener las piedras en pie, no aceptaron sacrificios para conseguir que el campanario restara intacto. Aprendieron de memoria qué forma representaban antaño los cascotes. Los hijos de todos ellos asimilamos cada espacio como el propio de nuestro apellido, cada montículo como el inicio de cada una de las sagas.

Cuando un pueblo muere

Pirineo catalán, verano 2015.


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