Revista Opinión

Cuando una tortuga y primo levi me salvaron

Publicado el 09 noviembre 2018 por Ydelgado

De pronto, la vida que conocía, que medianamente tenía bajo control, en la que me movía con mis costumbres aprendidas más o menos segura, se desbocó a tal velocidad, que me precipité al vacío con un paracaídas roto.

Para los romanos "vivir" era sinónimo de "estar entre hombres"; "morir", por el contrario, significaba "cesar de estar". De alguna forma, muchos ya estamos muertos, nos hemos convertido en seres superfluos, ignorados. Somos cuatro millones de personas afectadas por una enfermedad contagiosa. En apariencia, conformamos un grupo silencioso, atacados por el virus de la culpabilidad, pero si a cada uno nos colocaran un fonendo en el pecho al despertar o cuando nos duchamos, nos vestimos, tomamos nuestro café, mientras hablamos, o en el momento en el que caminamos por cualquier calle a la deriva... ¡Ay, tristeza!, compañera inseparable. En cada latido: soledad y signos de interrogación.

Lunes, martes, miércoles... Ninguna falta me hace el maldito calendario. Estoy aquí, a la puerta de la oficina, una vez más, con este fracaso pegajoso del que no consigo librarme. Aguardamos en formación militar. Somos mujeres y hombres dóciles. Detesto tanto las filas como reniego de los uniformes, sean verde oliva o cuero negro, igual me da el nombre del zoológico.

Una se siente humillada en una cola. Perder el empleo no es suficiente, debes exhibirte en la calle, guardar un orden de hormiga bajo el ojo atento de un segurita con pistola. Si te quedaba algo de orgullo, lo llevas pegado a las suelas.

Los indignos, los expulsados, los que perdimos el compás del paso, solemos llegar temprano a todas las citas. También hoy, por supuesto. Una de esas primeras mañanas de finales de diciembre en la que todavía los abrigos despiden olor a naftalina.

A quien madruga, Dios le ayuda, pero una vez estemos en el interior de la oficina, el premio al "avispado matutino" quedará desierto. Una máquina vomitona expulsa un trozo de papel con una letra y un par de números. Esperas a que la pantalla electrónica cante tu número de la suerte. ¡Bingo!

¡Qué equivocado estabas, Dante! La esperanza no se abandona en el umbral del infierno, es en el infierno donde la esperanza arde igual que un rastrojo.

Al otro lado de la mesa de este averno burocrático, un tipo mayor con porte de capitán me acribilla a preguntas a las cuales respondo como un soldado inútil. Me escucha con la atención de quien tiene los oídos prejubilados. Rápidamente, para no hacerle perder el tiempo, le hago un breve resumen de mis aptitudes: no sé poner ladrillos, tampoco arreglo tuberías ni cortocircuitos. Carezco de la fuerza física necesaria para cargar cajas en un supermercado, y si no fuera por Primo Levi, esta que tiene enfrente, no se hubiera levantado de la cama. Esto último me lo ahorro. ¡Mira que me da rabia! El asco lo lleva pintado en el rostro, el tipo. Mi caso, como el de cualquiera, le viene importando un comino, al sujeto. Ya tiene bastante con sus problemas; su póliza de jubilación, por ejemplo. Además, no le pagan un plus por aguantar neuras y miserias de cualquier bicho que pase por aquí. Hace treinta y siete años, cuando se puso al servicio del Estado, tuvieron la precaución de extirparle el corazón y los lagrimales. A los sesenta y siete, sus compañeros de departamento le regalarán un reloj ¡¿Qué jubilado necesita un jodido reloj?! y, mientras brindan con vasos de plástico, cantarán en su honor ¡Adiós con el corazón que con el alma no puedo! Sin duda, el tipo es un funcionario ejemplar.

CUANDO UNA TORTUGA Y PRIMO LEVI ME SALVARON
Puede continuar leyendo en El Boomeran(g) , blog literario en español de la Fundación Santillana.

CUANDO UNA TORTUGA Y PRIMO LEVI ME SALVARON

Ficha técnica

Título: Antes de arrojarse al mar la señora Brown fue a misa | Autora: Yolanda Delgado Batista | Editorial: Baile de sol | Páginas: 156| ISBN-10(13): 978-84-17263-38-6 | Fecha: julio 2018 | Precio: 10 euros


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