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Cuánta vida

Publicado el 15 abril 2020 por Angeles

Los libros que he publicado hasta ahora han sido tal fracaso que he decidido no volver a escribir. O, mejor dicho, no volver a escribir para el público.

Ayer le comuniqué esta decisión a P., mi amigo y editor:—A partir de ahora escribiré sólo en mi diario, cuyo único lector soy yo. Así es más difícil que vuelva a fracasar. Pero él, en vez de aplaudir mi entereza y buen juicio, puso cara de orate y me dijo:—¿Y qué vas a hacer entonces, insensato?—Aún no lo sé. Tendré que pensar. Algo habrá que se me dé bien. Lo que está claro es que no estoy dotado para la literatura como yo creía, en mi ingenuidad. Y en la tuya. Nunca seré un Dickens, ni un Galdós, niun Walser. —Pero no seas tan exigente, muchacho. No aspires a tanto. Además, esos tiempos de los grandes escritores ya pasaron, hombre de Dios. Hoy día hay que escribir otras cositas más ligeras, más de entretener y menos de preocupar a la gente.—Pero es que yo no sé escribir «cositas ligeras» —dije con toda modestia.—Pues si no sabes, aprende. Todo es ponerse. Salí de allí cabizbajo, con una crisis vocacional, quién sabe si también existencial. No quería volver a casa. No quería encerrarme en mi habitación, porque eso sería ponerme otra vez a escribir o a pensar en escribir. Y así se ha vuelto loco más de uno. De modo que seguí caminando, caminando, caminando. Y llegué a un parque en el que no había estado nunca antes. Lo recorrí entero, paseando, recreándome en las frondas, en el revoloteo de las aves y en los chiquillos que por allí se solazaban. Salí por la parte opuesta y me encontré en un barrio en el que tampoco había estado nunca. Y hubiera seguido todo el día así, paseando, descubriendo la ciudad, de no ser por el dolor de pies que me estaba entrando, no sé si por la falta de costumbre de andar tanto, o por los zapatos, que eran nuevos y tampoco tenían costumbre de andar. Volví a casa en autobús, con la idea de anotar estas «impresiones de un paseante» en mi diario, y con el firme propósito de volver a salir al día siguiente a pasear otra vez. Y no sólo salí al día siguiente, sino también al otro, y al otro... Y así, sin darme cuenta, descubrí mi verdadera vocación, mi verdadero talento, como le comuniqué a P., ya sólo mi amigo, unos días después:—No sabes cuántas cosas estoy descubriendo, sobre la ciudad y sobre mí mismo, en mis paseos. No sabes qué impresiones, qué impactos causan en mí estas caminatas, cuánto provecho les saco; cuántas conversaciones interesantes escucho aquí y allá...Sin duda éste es mi verdadero talento: extraer tanta sustancia de un simple paseo por la ciudad.A pesar de mi entusiasmo no conseguí despertar ninguna emoción en P.,que sólo dijo, con su habitual displicencia:—Pero pasear no da de comer.—No, en realidad lo que da es hambre —respondí yo, reconociendo lo acertado de su observación.Sin embargo, esto no menguó mi decisión de dedicarme a pasear como un profesional, es decir, con un horario fijo, con dedicación y esmero, y obteniendo a cambio no un salario, pero sí una riqueza que no se mide con números. Cuántos personajes curiosos encontraba cada día; cuántas clases de personas; cuántos paisajes diferentes; cuántas cosas que yo no conocía. Cuántas sorpresas, cuánta inspiración y cuánta vida interminable.Los paseos suponían un éxito mayor cada vez.

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