Viajar por carretera por algunas zonas de México se ha convertido en un deporte extremo. Para llegar a La Ruana, un pequeño pueblo de unos 10.000 habitantes del Estado de Michoacán, al suroeste del país, llamado oficialmente en los mapas Felipe Carrillo Puerto, hay que contar primero con la protección de la Policía Federal, salvar después un control de los Caballeros Templarios y ganarse luego la confianza del grupo de autodefensa local, que se ha levantado en armas contra ese cartel.
El pueblo, como el vecino Tepalcatepec y otros de la zona, sobrevive sitiado desde hace varias semanas por este grupo de narcotraficantes, escisión de La Familia Michoacana, que dirige un antiguo maestro de escuela, Servando Gómez Martínez, apodado La Tuta. No es una mafia cualquiera. En pleno territorio de los antiguos indios purépechas reivindica un pasado medieval de cómic y tiene un carácter sectario-religioso: convoca manifestaciones políticas, establece treguas como hizo cuando el papa Ratzinger visitó México en 2012 o le da por imponer la ley seca en sus territorios.
Ahora, los habitantes de La Ruana han dicho basta. Se han armado y se niegan a pagar las extorsiones —cuotas— que les imponen los Templarios. Con pocos víveres, sin muchas medicinas y sin gas ni gasolina —empresas como Bimbo, Coca-Cola o Pemex, entre otras, ya no se atreven a distribuir sus productos por allí—, este pueblo dedicado al cultivo del limón resiste en una guerra fantasmal, propia de un pasado que parecía definitivamente apagado. Una guerra de pobres en la que solo existe una certeza: en esta zona del país, Tierra Caliente de Michoacán, y no es la única, el Estado mexicano no existe.
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