Las dos variaciones acometidas por Jean Renoir sobre el célebre cuento "Den lille pige med svovlstikkerne" que - su "colaborador", como le gustaba denominarlo - Hans Christian Andersen, había dedicado a su madre en 1845, "La petite marchande d'allumettes" (1928) y "Le dernier réveillon" en 1969 (como primer episodio de su obra final, "Le Petite Théâtre de Jean Renoir") no han servido de gran ayuda para resumir, ejemplificar o siquiera aproximarse a generalidades de su cine.
Alucinatoria, en gran medida subjetiva y aparentemente más fiel a la prosa del gran escritor danés la primera de ellas, realista, romántica, libre adaptación la segunda, este singular díptico abre de par en par y casi en silencio clausura su carrera, sin que esos más de cuarenta años transcurridos se sumen a una para obtener la segunda, tónica habitual de las imposibles ecuaciones renoirianas.
El aspecto ensoñador y mecánico de "La petite..." no debe hacer olvidar que osa prescindir de los dos elementos digamos griffithianos que bien podrían haber vertebrado el film: la violencia y la nostalgia.
Cuando Catherine Hessling, cabello infinito, se sienta fuera de su casucha y una mano retira la tabla que toscamente la resguarda de la nieve que cae, Renoir echa mano de su ilustre colaborador y el imaginario popular a él debido (qué tiempos en que tal cosa servía para tales propósitos), ahorrándonos la presencia del padre alcoholizado que la apaliza cuando no vende cerillas.
"Temía volver a casa" había dicho el rótulo.
Su fantasía, al desvanecerse de hambre y frío no debiera calificarse como poco lucida sin antes haberla llamado lúcida.
Las cerillas que enciende para alumbrarse y calentarse precariamente no avivan el recuerdo de su abuela, la única persona que la quiso, como sucede en el original.
Desestimado el elemento afectivo, unas cajas de música, unas muñecas o unos soldaditos de plomo que había contemplado minutos antes en un escaparate, cobran algo parecido a la vida y le permiten integrarse con ellos, sentir curiosidad, encontrar un sitio en un universo, tres nociones de humanidad importantes, quizá capitales en su obra. Le habían sido arrancadas, tal vez nunca las tuvo.
De "Die puppe" a "Faust", desembocando en "Der müde tod", años de onirismos y mundos imaginados desfilan ante nosotros.
Antes de la que muerte la reclame, Renoir había optado por emparejarla con un muchacho con la cara de ese simpático gendarme que miró los juguetes junto a ella a través del cristal, bonita solución que mira al futuro en lugar de al pasado, por muy efímera que pueda resultar.
En ese mismo instante, nace probablemente "Le dernier réveillon", que ya trata de una pareja, de los últimos momentos de una pareja de ancianos y privilegia la imaginación sobre la memoria.
"La petite marchande d'allumettes" invierte también una metáfora, un recurso que se convertirá en una particular muletilla en la obra de Renoir.
En la tumba de su delirio florecen, cuando expira, las rosas y los pétalos caen sobre el rostro de la
cerillerita. Cambia el fondo; de nuevo estamos en la calle con ella
congelada y ahora son copos de nieve los que acarician su cara. Sublime.
"Le dernier réveillon", dependiendo del momento y circunstancias, puede llegar a ser insoportable de contemplar.
La crueldad de su apertura y el patetismo de sus momentos finales no tienen parangón en toda su obra.
Un extraño plano lejano con el vagabundo que interpreta graciosamente Nino Formicola (aún en su veinte años) abrigado por una señora a la puerta del restaurante y una melodía burlona de Joseph Kosma, anuncian un falso final para una escena inicial que abraza y abrasa en unos minutos el recuerdo de "La régle du jeu" y me atrevería a decir que hasta de "Le testament du Dr Cordelier".
En aquellas y en esta postrera mirada a la clase "alta", que poco había cambiado en gustos y derivas en un siglo - como corresponde: evolucionar es una concesión -, es cuando más se acercó su cine a los "conceptos", rondándolos y haciéndolos explosionar para ver si algo en claro había detrás.
La concienzuda exploración del mal, inaudita, con ocasión de su Cordelier, parecía haber apurado una vía que había sido abierta probablemente con "Le crime du Monsieur Lange" allá por 1935 y quizá antes.
Pero ninguno de su acomodados hipócritas y caprichosos, se pueden comparar a los de "Le dernier réveillon" y a las claras, ya nada podía hacer por ellos.
Recomienza entonces el film con el clochard de camino a su hogar bajo el puente, donde lo espera ella para morir.
En un momento se molesta con su, parece, proverbial costumbre de recrear una vida mejor, una vida de reyes.
"¿No son mejores los recuerdos imaginados?" le dice él.
No se me ocurre mejor definición del cine.