Es algo que se sabe. Un libro, como cualquier otro bien cultural, pertenece a un tiempo, a aquel en el que fue concebido y dado a conocer. Para bien o para mal, éste refleja las inquietudes y necesidades expresivas que tenía un autor y, a veces, un editor en un momento dado. Un libro es una mirada al estado del proceso creativo de un autor y de un editor en una fecha específica.
Pero lo que no está tan claro es la vigencia que puede mantener una obra entendida como un todo. Pues no se trata únicamente de preguntarse por la actualidad de determinadas ideas o la vigencia de un dato, sino también si una propuesta estética puede seguir considerándose como bella o si la técnica empleada para su reproducción ha sido superada por otra mejor haciendo que el libro termine por verse vetusto. Incluso, habría que preguntarse si el público para el cual ese libro fue publicado existe aún, si sigue existiendo cuánto ha podido cambiar y, más importante, si habiéndose extinguido su público original hay algún otro que pueda apreciarlo.
Algunas de las páginas de ¡Lo que sé!, Ediciones Sicoben.
Los libros para niños también envejecen
Tradicionalmente la discusión sobre el envejecimiento de un libro se refiere a una parte de éste, el texto. No se toman en cuenta otros elementos como el diseño, el formato, el tipo de papel, la calidad de impresión, etc. Y de los libros constituidos fundamentalmente por un texto la discusión se centra en los libros de ficción, especialmente en las novelas. El envejecimiento de un libro de ficción es evidente al punto que uno de los mayores reconocimientos que una novela puede recibir es ser considerada como una obra atemporal, es decir, que a pesar de haber sido creada hace muchos años, incluso siglos, todavía puede interesar al público actual.
Pero, ¿qué ocurre con los libros en los que el texto es uno más de los elementos que forman parte de la propuesta? ¿Qué ocurre con los libros para niños? Porque si algún libro padece claramente de los rigores del tiempo es el libro para niños. Éste es un tipo de libro que, dado el público al que se encuentra dirigido, su concepto editorial, es decir, la combinación de una propuesta estética (textos más imágenes) con un formato, un tipo de papel y una determinada calidad de impresión tienen una importancia capital. La calidad y el éxito de un libro álbum, por ejemplo, dependen de la armonía que hay entre imágenes, textos y los demás aspectos del libro. Es difícil imaginarse un libro como Jesús Betz, de Fred Bernard y François Roca, en un formato más modesto, distintos a sus 38 x 27 centímetros encuadernados en tapa dura. Asimismo, los libros de Media vaca, salvo excepciones, no podrían ser concebidos sin ciertas especificaciones: impresión a dos tintas, formato de 18,5 x 23 cm, papel de 140 gramos, encuadernados en tapa dura con sobrecubierta y un número de página que oscila entre 100 y 200 páginas.
El paso del tiempo
Al tratarse de libros para niños lo que ayer era una propuesta innovadora y audaz hoy puede ser considerada como un cúmulo de prejuicios, de ideas comunes o hasta de imágenes cursis. Por ello, incluso la reimpresión de obras clásicas como El pequeño 1 o Chispas y cascabeles, ambos de Ann Rand y Paul Rand, puede llegar a ser sumamente arriesgado en vista de los cambios, esperables, que experimenta la sensibilidad tanto de los lectores como de los prescriptores de los libros (maestros, padres y críticos).
Por todo esto, no es nada fácil entender que en ciertas tiendas, que no librerías, se encuentren a la venta libros para bebés publicados hace más de treinta años, ignorando de esta manera todos los cambios que pueden haber experimentado este tipo de libro.
Aunque todo editor desee que los libros que publiquen sean del interés del público lector durante años, es importante saber que el tiempo no perdona y que muchos libros mantienen su vigencia por muy pocos años.