El pasado sábado 25 de abril de 2020 fue un día importante para mi. Fue un día cualquiera, sí, pero tuvo lugar un suceso que marca una etapa importante en mi vida y que no quiero dejar de lado. Merece la pena recordar esa fecha, los detalles de por qué es importante y sobre todo tenerla presente…por si acaso.
Y es que el sábado tomé mi última dosis de Levetiracetam. Muchos pensarán “Leve…qué?????”. Los que mejor me conocen saben más o menos a qué me refiero. El Levetiracetam es un medicamento antiepiléptico. Un anticonvulsivo que se encarga de reducir la exaltación anormal en el cerebro.
Empecé con este tratamiento allá por mayo de 2016, cuando después de dos crisis convulsivas y varias pruebas diagnósticas me dieron el resultado: epilepsia. Un trastorno cerebral que produce convulsiones debido a cambios en el tejido cerebral. Hay ríos de tinta escritos sobre la epilepsia, pero os recomiendo ir a fuentes fiables, una de ellas podría ser esta. (Hay muchas más, no os fieis de cualquier texto)
Pero todo empezó dos meses antes, en marzo de 2016. Tras una salida con amigos en la que trasnochamos un poco más de la cuenta (tampoco exagerado aunque sí en nuestra situación de familia con niños) nos fuimos a pasar la Semana Santa a La Casita de Colores, nuestro rinconcito campestre en la Alcarria. Allí tuvo lugar el primer episodio, muy desagradable sobre todo para Javi, mi marido, que se llevó el susto de su vida viendo como convulsionaba de repente, sin que nada anunciase aquello. Para mi pasó inadvertido, hasta que desperté y me encontré a los sanitarios que me llevarían al hospital de Guadalajara. Sin poder hablar, porque el cerebro no mandaba la señal correcta al principio, sorprendida y asustada al ver a Javi agobiado y blanquecino, me contaron lo sucedido y tal cual me llevaron a toda velocidad en ambulancia. Una vez allí, electro, TAC, una vía, análisis…yo no recuerdo las cosas que me hicieron. Todo era confuso. Yo me encontraba bien, aunque quizá un poco exhausta de tanto acontecimiento extraño.
Una vez hechas todas las pruebas me dieron el alta. Todo estaba bien, no había nada alterado. Seguí mi vida como si nada, con solo un pequeño susto que alteró nuestros días de descanso.
Pero en mayo volvió a suceder. Volvíamos de pasar unos días en la playa aprovechando un puente. Atasco, viajar de noche, luces de coches, cansancio…Esa noche volvió a ocurrir.
El desasosiego cuando sucede algo así es mayúsculo. Visité a varios médicos en busca de alguna explicación alternativa. Incluso me hice alguna prueba más. Porque internet es traicionero y la información fluye con maldad para hacerte llegar a páginas donde se habla de la relación entre epilepsia y tumor cerebral y unas cuantas cosas más. Todo se vuelve contra ti, el mundo se te viene encima y te haces muy muy pequeña ante lo desconocido.
Tras esas otras visitas a especialistas el diagnóstico fue el mismo. Una epilepsia que seguramente había existido siempre; un pequeño foco no localizado hasta ahora que se había manifestado ante la falta de descanso y de sueño. La edad, seguramente, que no perdona.
Pero, ¿qué fue lo más revelador para mi del diagnóstico?
Durante toda mi vida he experimentado los Déjà vu, alteraciones del cerebro que hace que percibamos una situación como “ya vivida” o “ya sentida”. En muchas ocasiones acompañados de una especie de vértigos, sensación abdominal ascendente e incluso cierta “desconexión” de lo que estaba haciendo. Sin más importancia que la que tenía para mi esa desagradable sensación, pasó el tiempo hasta que uno de los neurólogos me confirmó que podría estar relacionado con la epilepsia que me acababan de diagnosticar. “Mini Crisis epilépticas” le llamó.
Además, empecé a percibir lagunas de memoria, sobre todo en acontecimientos cercanos a las crisis. También cierta nebulosa en los lejanos, pero, lo que sucedió aquella Semana Santa en nuestras vidas, se fue directo al agujero negro del olvido, allí donde se queda todo aquello que el cerebro decide descartar. Y aunque tú no has decidido eso, tienes que sucumbir al poder de quien manda.
Y después de todas las pruebas, visitas y diagnósticos, quedó un tratamiento, en principio de larga duración, quién sabe si de por vida. Con Levetiracetam. Y unas recomendaciones: cero alcohol, respetar periodos de sueño, vida sana.
En ese momento echas la vista atrás. Y piensas la de veces que te has saltado esas recomendaciones y que quizá te han mermado la salud. Y te sientes culpable. No tienes por qué, pero te sientes así. Y también piensas en que menos mal que ya has tenido hijos, porque ese tratamiento es ciertamente incompatible con la gestación. Entonces piensas…”¿y si ellos lo han heredado?” Esto también te produce un desasosiego añadido. Ellos no tienen la culpa y pudiera ser que incluso les suceda en mayor medida más adelante, en cualquier momento…la culpa, la culpa, siempre ahí.
Y pienso en él, en Javi. Que tuvo que enfrentarse a verme de semejante manera, convulsionando. Que se llevó un buen mordisco al intentar abrirme la boca (jamás hagáis eso con alguien que está convulsionando). Que me cuida y me protege y que ya ha tenido suficiente gente de la que cuidar como para que yo venga a darle más trabajo si esto empeora. Y vuelve la culpa…
Los primeros meses fueron muy duros. El miedo sobrevolaba por encima de nuestras cabezas; miedo a tener una nueva crisis a que te cambie la vida demasiado, a que los niños me vean así, a que me ocurra de día…Miedo porque te lees el prospecto de la maldita droga y tiene mil contraindicaciones que te afectan. Rabia porque no puedes conducir durante un año desde el último ataque, por si acaso; y que si me da otro hay que poner de nuevo el contador a cero. Frustración, porque “por qué a mi”. Qué tengo ahí para que me pase esto. ¿Puede ir esto a más? Mil dudas, mil inquietudes.
También la rabia por el olvido. La impotencia por no recordar, por no poder memorizar. Esa sensación bloqueante de que jamás vas a poder memorizar nada. Hoy sigue presente, no he recuperado la seguridad en mi capacidad de memorizar, posiblemente porque no he recuperado esa capacidad. Y es muy muy frustrante y muy doloroso.
Pasó el primer año, y el segundo y el tercero, sin ningún episodio nuevo. Visita rutinaria cada mes de enero al neurólogo, con el que revisábamos analíticas y simplemente venía a decirme lo mismo. No es algo grave, pero hay que seguir.
Hasta este año 2020. Este año me dio la gran noticia que ansiaba. Vamos a quitar el tratamiento. Poco a poco, de forma pautada, desde ahora hasta finales de abril. Y llegó el día.
Reconozco que me esperaba su discurso, aunque como cada año acudía a la consulta con la esperanza de que me lo diera, tampoco estaba emocionada. Después sí, claro. ¡Cómo no! Un lastre menos, un lastre que se queda, que me dejará avanzar.
En estos meses he ido reduciendo la dosis poco a poco. De momento no han vuelto los Déjà vu ni las migrañas, ni sensación extraña alguna. Sí cierta liberación. Pero con mucho respeto por mi organismo, porque tengo claro que haré todo lo posible para que este episodio no vuelva a mi vida. Y dejando de lado la culpa, la frustración, la impotencia. O al menos intentando dejarla atrás.
Ahora empieza otra etapa decisiva. Si vuelve a ocurrirme de nuevo, el tratamiento será de por vida. Así que aunque sé que no depende de mi, intentaré poner todo de mi parte para que mi salud esté correctamente gestionada. Para no volver a romper el sueño de quien más me cuida y me quiere. Para postergar lo posible la ingesta de medicamentos a cuando mi cuerpo ya “no tire” solo.
Este texto es un alegato a la memoria. Por si de nuevo mi cerebro decide esconder algo en el cajón del olvido, tener presente que esta etapa sucedió. Un homenaje a ese 10% de la población que en algún momento de su vida sufre un ataque epiléptico. Para que sepan que el bloqueo emocional no sirve de nada y que hay que seguir adelante sin miedo.
Y por supuesto se lo dedico a mi ángel de la guarda, Javi. Porque sin su apoyo no hubiese podido llevar esto con la misma energía. TQ.
PD: Si después de leer esto quieres saber más sobre esta enfermedad, te recomiendo que visites páginas como http://www.fedeepilepsia.org/