No era fácil echar de su corazón a nadie que le hubiera hecho feliz, que hubiese conseguido llenarle el pecho de alegría, de cariño, de amor, de placer y que hubiera conseguido hacerle llorar de emoción o de risa. Alguien a quien ella hubiese llegado a querer. Mucho daño tenían que haberle hecho para darle una patada a ese recuerdo y pocas veces había pasado. Ojalá hubiera conseguido enfadarse más y más fuerte y haber aprendido a dar portazos rotundos al dolor. Siempre decía que su corazón tenía un doble fondo y múltiples recovecos, donde se escondían y alojaban cómodamente todas las personas que habían formado parte positiva de su vida. Demasiado peso para una piel tan fina.
Pues con las cosas igual, llegado el momento le costaba deshacerse de ellas. Siempre existía la posibilidad de reutilizarlas, de que se volvieran a poner de moda, de volverlas a necesitar. Se engañaba en el vano intento de poner punto y seguido en donde sólo cabía un punto final. Al fin y al cabo los objetos no dejaban de ser recuerdos de lo vivido, parte de su memoria sensorial.
A veces, desprenderse de ellos le resultaba realmente dramático. Por ejemplo cuando tiraba sus vaqueros preferidos porque ya no se sostenían en pie, o cuando se le rompió la mochila roja de mil bolsillos, que le acompañó durante tantos años de vida scout, o cuando se deshizo de su preciosa bicicleta verde, con la que había aprendido a montar y que milagrosamente y por mucho tiempo, había sobrevivido, como ella, a la enorme caída que sufrieron el día de su estreno, un día de Reyes de hace tropecientos mil años.
Y su coche. La venta de su primer coche le costó no pocas lágrimas, unas semanas de tristeza y una sonrisa nostálgica cada vez que recordaba todos los kilómetros hechos, las risas y los asientos siempre llenos de arena de la playa. Sus años de facultad no hubieran sido los mismos sin su querido Golf blanco. “Menos mal que el llavero aún lo conservaba”.
Siempre le decían que no se desprendía de nada porque tenía dónde guardarlo. Y no, no hablaban sólo de su corazón. Hablaban de su inmenso desván, un mundo aparte lleno de la energía que da tantos años y tanta vida acumulada. No era el típico desván, era un espacio amplio dividido en dos cuerpos diáfanos de techos altos y muy luminoso gracias al balcón y a las ventanas que daban a la calle. A pesar de estar en el piso de arriba y de no tener una función específica en la vida de la vivienda, se visitaba a diario, formando parte de la cotidianidad familiar. Allí se almacenaba, pero también se jugaba, se pintaba, se cosía, se leía, se estudiaba, se escondian, se refugiaban y se soñaba al compás de la música y de la brisa fresca que entraba por las ventanas. Era un lugar íntimo y especial, un remanso de paz y libertad donde escucharse a uno mismo. Pero sobre todo era un lugar lleno de recuerdos, testigos de varias generaciones de una misma familia, la suya.
Desde que dejó el pueblo hacía unos cuatro año, lo había dejado de frecuentar con asiduidad. La última vez fue el verano anterior cuando, además de dar un paseo por la memoria, fue a por unas sillas para la playa. Y hoy, este triste verano, en el que nadie habita ya la casa, había sacado fuerzas por fin para afrontar qué hacer con todo aquello, ahora que habían vendido la casa, muy a su pesar. Su casa, su vida, ¿Se puede tener mayor arraigo a algo? Sí le dolió vender su viejo coche, qué pasaría cuando se desprendiera de parte de su vida. No, no quería ni pensarlo.
Pero allí estaba, con la llave en la mano, dispuesta a no sabía qué. Olía a pinturas, a óleos, a cuero, a madera, a papel, a libros de aventuras y de espionaje, a quince inocentes años, a ilusiones pasadas y expectativas aún por cumplir. A ese olor propio, fresco y limpio a pesar de todo. Olía a tardes de verano, oyendo la mejor música en el aparato de radio aficionado de su padre, cuánto aprendió …
Allí estaba su caballete, con un lienzo de un bodegón que nunca terminó, un mantel de punto de cruz con unas manzanas también inacabado, porque éstas le resultaban dificilísimas, la cama francesa de hierro de su bisabuela, a medio restaurar y mil cosas más. Cuántas cosas por terminar. Y cuántas por utilizar, muebles, libros, cuadros, zapatos, bolsos, ¡Los regalos de Julián! Ay, Julián …
Y en una esquina, una caja de carton enorme de una televisión de las de antes, con su nombre escrito con rotulador y que no recordaba. Nada más abrirlo, mil sensaciones e imagenes se agolparon, y las lágrimas le empezaron a brotar. Allí estaba su colección de “Los 5”, la de Tintin, la de Axtérix y Obelix, cómics de Esther, el libro de cocina donde guardaba sus muñecas recortables, una caja de acuarelas, fotos del cole, unos vestiditos de la Nancy, ¡Su libro Senda de lengua de 4 de EGB!, cómo le gustaba ese libro que ahora mojaba sus lágrimas, “al final se va a estropear”.
Y en el fondo de la caja, la enorme lata azul de galletas danesas de mantequilla, que le regaló su tía Luisa cuando se operó de apendicitis. No lo podía creer, aun olía a vainilla. Allí estaban sus cromos, unas pulseritas que ella mismo había hecho y unas oportunidades pérdidas. Porque si, sorprendentemente, estaban las cuatro cartas que le escribió a Julián pidiéndole perdón, y que nunca envió. Unas cartas que no sabía que aún existían, y que gracias a su manía de no deshacerse de sus sentimientos, encontraba ahora que de nuevo era una mujer soltera.
Cuatro cartas sinceras y llenas de esperanza que guardó, como todo, esperando una oportunidad para enviarlas que nunca llegó.
Con su dirección, remite y los sellos puestos.
“¿Los sellos caducan?”.
Continuará (O no).
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