Suele participar en los medios un tertuliano fondón y pedantón, bautizado como Juan Adriansens. Le tengo cierta ojeriza porque me estafó con su novela "Los silencios del mármol", un mega-bodrio hiper-gay que adquirí por la torpe curiosidad de oírle censurar el estilo literario de Vargas Llosa, nada menos, y comprobar "a ver cómo escribe el bocazas". Adriansens no prosperará como novelista -espero fervientemente-, pero es pintor reconocido e imparte excelentes semblanzas históricas.
A veces, al hombre le dan ataques. Toda alusión al PP le causa un aguijonazo funesto entre las nalgas y los globos oculares. Si sale a colación Aznar, hay que sujetarle dichos globos con correas de cuero, para que no salten al vacío y reboten como saltimbanquis hiperactivos entre los despavoridos contertulios. Adriansens dice que percibe un aura negra en torno a la cabeza de Aznar. No el pelo azabache y repeinado, sino algo por fuera, como un velo siniestro de azufre requemado.
Yo carezco de tales poderes psíquicos. Aznar no me parecía paranormal, sino un sujeto obstinado en pocas y fijas ideas, al que encumbró el desmadre chori-felipista. La ETA le metió un pepinazo espeluznante, pero se salvó y les devolvió hostias a puñados. Como una Thatcher bigotuda, ejecutó las empresas públicas (enchufando jugosamente a la pandilla) y perpetró una ley del suelo que nos hizo sentirnos millonetis, antes de revelarse como un bombazo retardado. Se puso gallinfante en Europa, mientras los prestamistas de Zurich y Amberes volvían a frotarse las garras. En fin, creyó suturar la herida catalana musitando catalán en la penumbra. Inocente.
Su segunda legislatura fue la mundial. Un buen abogado aduciría un estado de enajenación mental (seguramente no transitoria). Ensoberbecido por su corte de aduladores y ladrones, se enfangó en la grotesca boda escurialense, manipuló el parte para disimular la huelga que no existió y olvidó sus modales claretianos en el contubernio donde Durao Barroso, Blair y Bush lo reclutaron para la secta falsaria de los quimio-artefactos de Irak. Enrocado en su distante vanidad, se vino arriba mirando obsesivamente el unicornio azul, perdón, la libreta azul.
Azules serían las voces que le susurraron a Blesa para enfilar Cajamadrid hacia el abismo. Fosforescentes y azules, los enanitos voladores que le instaron a colocar a Rato, primero en el FMI y luego como sucesor de Blesa, para derrumbar Bankia sobre el contribuyente. Ambos Aznar-pilluelos dejan un simpa de 2 seguido de 10 ceros (escríbanlo y pónganlo en pesetas y verán la luz), mientras ellos se autoasignaban pagas anuales por encima de 3 y 2 millones de euros, respectivamente, en justo pago por sus cálculos perfectos que condujeron a la perfecta quiebra. Mecachis, a fin de mes andaban un poco justos y se autoincentivaron con tarjetas para imprevistos, rascando la caja del menguante negocio y sustrayendo el bolso a las jubiladas preferentistas.
Había que ratificar inversiones absurdas, eludir al fisco, falsear balances, disfrazar las fechorías de audacias, y nada mejor que rodearse de cómplice-palmeros. Una caterva de "ejecutivos" (listillos útiles) y unos consejeros de relleno (inútiles venidos a más), lo mismo empresarios que abogados que sindicalistas que correveidiles con escaño, igual ricachos mendrugoides que pañeros comunistoides. El único requisito era que jamás levantaran el dedo sin previa orden, ni dijeran otra palabra que amén, ni pusieran careto distinto del "no sé/no entiendo y firmo donde me digan". A cambio, tarjetas con pasta B per tutti y que viva Pancho Villa.
En aquel IV Reich de opereta, sin olerlo los astutos contables de Guindos ni los sagaces inspectores de la Hacienda Púbica -no es una errata-, los prohombres se regalaron yate-francachelas, safaris, caviar iraní y carabineros onubenses, putiferios guarros, cócteles de fino satén y merluzas tabernarias, lencerías sugerentes y masajes en los miembros. Unos chicuelos, inconscientes de su travesura de 15 millones de euros, pero de buen corazón. Blesa no sabía nada, aunque cobrara 3,5 kilopondios justo por saberlo, pero de verdad no lo sabía, porque era más inspector que banquero. De la tarjeta tampoco sabía nada, aunque se pulió otro forrón en vino y cacerías por el Ritz, por ser más banquero que inspector. El pájaro (gestor eximio y probo funcionario según un Aznar aferrado a su locura azul) ni hacía ni sabía nada, las cosas sucedían por casualidad, sin intervención de sus delicadas manos. El fino cerebro de don Rodrigo Rato de Vivar, el cid plenipotenciario a cuyo padre encarceló Franco por fraude bancario, tampoco captó nada raro.
Juez: Oiga, ¿nada, nada? Rato: Señoría, lo que es nada. Juez: Tres años en el FMI, un año en Banca Lázard por 6 milloncejos, consejero de Telefónica y del Santander... ¿y usted no sabía nada? Rato: Vea nomás lo que me he fundido en cubatas y luego en arte sacro. Juez: Ya veo, y lo veo envuelto en una curiosa neblina azul.
Repasemos ahora el fuste moral de esos 5 mamíferos silentes que, en disposición de la misma tarjeta, no la usaron y tampoco hicieron saltar la liebre. Imagínenlos en los consejos, los otros dándose codazos entre risotadas por sus desmanes, ellos con cara de sieso cenizo. Mudos o cobardes, al menos se pagaban los imprevistos como todos, arrimando un huevo al otro. Propongo someterles a un examen sencillo, antes de nombrarles Presidente (al más espabilado) y ministros de Sanidad, Exteriores, Hacienda y Trabajo (a los más flojitos). Preguntarles, por ejemplo: ¿La pe con la a? "¡Pó!" ¿Cuántas son 2 y 2? "¡Cinco!" ¿Hablas inglés? "¡Güí!" Pues va a ser que valéis: igual de tontos que los actuales, pero habéis robado menos. Formaréis un 4 con timonel para reconquistar Bruselas. "¿Y nos darán oxígeno para subir los Alpes?" Ahora se entiende que os dejasen entrar en las asambleas sin mover el parné.