Revista Cultura y Ocio

Cuatro desviaciones

Por Calvodemora
1
Uno quisiera dejar un monólogo a lo Molly Bloom, un largo viaje adentro, una maniobra onírica, de la que salga algo en claro, aunque sea la rotunda incertidumbre, la levedad de estar y, al tiempo, de poder salir y ver qué hay afuera, pero que exista la posibilidad del regreso, que no sea el viaje demasiado caro. Como esta voluntad mía, tan literaria o tan idílica, no es posible, me quedo en la tarde irreversible, con su cielo gris de noviembre, con el café a medio tomar, abandonado en un aparte accesible de la mesa, firmemente comprometido con la realidad de la que descreo. De hecho no hay otra manifestación de más pulcra solidez que el café, en su taza de los Rolling Stones, a medio tomar, ya un poco frío por el desvarío de escribir.
2
A lo primero a lo que uno se inclina en Kafka es a considerar la acústica de la palabra. Kafka. Kafka. Kafka repetido una docena de veces. Hay una belleza ineludible, con la que se abren paso algunas de las bellezas menos evidentes o un tipo singular de belleza sin la que yo mismo no podría subsistir al modo en que ahora lo hago. El gris Kafka, oficinista, soporta la realidad en la creencia de que las noches las llenará de armonía con su escritura. Escribimos para que las noches limpien todo lo gris que ha ido abandonando el día. Se escribe para estar a salvo del rigor del mal o de la tristeza. Somos Kafka en una habitación, mirando la hoja en blanco, pensando en cosas que no podrían explicarse a viva voz nunca.
3
Hay desolaciones admirables, tristezas ejemplares, descensos muy loables al vacío puro, de donde no se sale. La literatura, en ocasiones, se abastece de todo eso, de la desolación, de la tristeza y de todos los descensos posibles al vacío, sea puro o sea bastardo. Todo para que el lector invisible caiga al mismo vacío, arrastrado maliciosamente. O quizá para que no caiga. La literatura tendrá ese propósito. Hacer que no caigamos. Mantenernos a flote. Evitar la deriva. 
4
Me contaron una vez que el juego era la fiesta del mirar con ligereza. Quien me lo dijo lo había leído, seguro. Suena a una de esas citas maravillosas que uno deja caer en ocasiones especiales. Hoy debe ser la ocasión especial. En cuanto nos asalta el desencanto, dejamos de jugar, ingresamos en la edad adulta, la que nos malogra esa pureza idílica de lo lúdico. El juego festeja la vida. Jugar, en compañía o solitariamente, nos reconcilia con la felicidad. No la abandonamos del todo nunca, es cierto, pero no batallamos cuando la perdemos. Damos por hecho que quizá no la merecemos enteramente. Creemos que no es posible el regreso. No jugamos como debiéramos. Nos educaron para ir abandonando de forma paulatina el juego y todo lo que el juego trae bajo el brazo. A veces pienso que los males del mundo residen en eso, en que hemos dejado de jugar, en que no encontramos paz y nos dedicamos a jodernos sin miramientos. Joder es el juego. Dicho burda y abruptamente, solo estamos aquí para jodernos los unos a los otros. Unas veces con más fiereza que otras, pero no se me ocurre nada para que se me borre ese pensamiento. Me voy a acostar para ver si en los sueños me limpio un poco y mañana amanezco más festivo.

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