Revista Cine
Cuatro Hermanos (Four Sons, EU, 1928) es, aparentemente, el largometraje número 12 dirigido por John Ford y su película número 64 desde su debut en 1917 con el three-reeler The Tornado. Y apunto "aparentemente" porque, en realidad, mucha de la obra del primer Ford -es decir, sus cintas silentes de dos, tres, cinco y seis rollos- se ha perdido por completo y, por lo mismo, tampoco queda claro cuál era la duración exacta de algunas de esas películas.
En todo caso, más allá de los numerología, en Cuatro Hermanos podemos ver a un John Ford ya muy maduro, hecho y derecho como cineasta, abordando de manera natural muchos de los temas dramáticos y/o visuales que serán emblemáticos de su filmografía más conocida, la de los años 30/40/50: el valor de la familia, la importancia del clan, el sentimentalismo a flor de piel, el experto manejo de los escenarios naturales, el fluido y elegante manejo de la cámara... Perdonarán ustedes el ritornello, pero insisto: quien no conoce a Dios, ante cualquier barbón se hinca. Así que antes de elogiar a cineastas de quinta categoría, hay que conocer a los clásicos para ver cómo ellos no sólo lo hicieron primero sino, además, mucho mejor. Y a las pruebas -en este caso, a Cuatro Hermanos- me remito.
Estamos en un pequeño pueblo de Bavaria, poco antes de la Primera Guerra Mundial. Frau Bernle (Margaret Mann) es la orgullosa madre de sus cuatro hijos, los mejores muchachos de toda la región. La presentación de los cuatro hermanos del título la ejecuta Ford en forma de cuatro secuencias de cine puro: Mamá Bernle acomoda la ropa de sus muchachos en unos cajones que tienen el nombre de cada uno de sus hijos. Así, cada vez que la señora abre un cajón, inicia la secuencia en la que conocemos a cada muchacho: a Franz (Ralph Bushman), el mayor, lo atisbamos haciendo ejercicios en el ejército; al alegre Joseph (James Hall), departiendo con amigos y muchachas; al serio Johann (Charles Morton), trabajando como herrero; al menor Andreas (George Meeker), pastoreando plácidamente los animales de la granja.
Bastarían estos primeros minutos para darnos cuenta que estamos ante la obra de un cineasta extraordinario: además de las cuatro secuencias en las que nos son presentados los muchachos, vemos una toma prodigiosa -el nítido reflejo de Johann en un cuenco de agua-, un magistral plano secuencia de más de un minuto mediante el cual seguimos a un pomposo cartero (Albert Gran) que parece hermano gemelo del Emil Jennings de El Último de los Hombres (Murnau, 1924), otro experto tracking-shot en el que acompañamos la llegada de un tren a la estación y la puesta en imágenes de la última cena de la señora con sus cuatro hijos, bañada en una luz que parece, literalmente, venir del cielo.
La felicidad se acaba: en el tren descrito en el párrafo anterior, llega el villano de la cinta, el déspota Mayor von Stomm (Earle Foxe), quien humillará a tal grado al buenazo de Joseph que, en un arrebato de orgullo, el muchacho decide abandonar Alemania para irse a vivir a América en donde "todos son iguales". Este será el primero de los hijos que pierda Mamá Bernle, pues luego la Gran Guerra estallará y Franz y Johann serán movilizados al frente. Después, el menor de todos, Andreas, será obligado por el tiránico von Stomm a enrolarse. Mientras tanto, en el otro lado del Atlántico, el inmigrante americanizado Joseph será enviado a pelear por su país adoptivo.
¿Salvando al Soldado Ryan (Spielberg, 1998)? No, más bien, Cuando los Hijos Se Van (Bustillo Oro, 1941)... a la guerra. El melodrama está centrado en el sufrimiento de Mamá Bernle al enterarse de la muerte de cada uno de sus hijos y Ford se muestra aquí como un temprano maestro en el arte de hacer llorar al respetable: cada vez que el cartero recibe un nuevo aviso de una baja, la cámara sigue al anciano hombrón ya no con el orgullo y la alegría de los primeros minutos, sino como la ominosa sombre de la muerte, el dolor, la desesperanza. Ford tiene una solución visual para cada elemento dramático en el fime y su imaginación no se agota nunca: el dinamismo del mundo americano al que entra Joseph se muestra con la figura del recién llegado en medio de un tráfico endemoniado, cual émulo de un Harold Lloyd germano; el amor materno por los hijos que se van al frente ruso se atisba delicadamente con la sombra de la mano de Frau Bernle, quien dibuja una cruz en la frente de sus muchachos; otro shot de la mano impotente de la señora se dibuja en una ventana mientras, adentro, en el cuartel, la soldadesca rapa al desafortunado Andreas, obligado a ir al matadero; Frau Bernle es bañada por una luz celestial que llega de la ventana, cual heroína griffithiana avejentada; la apagada anciana recupera su sonrisa cuando se imagina, sentados a su mesa, a los cuatro hijos que se le han ido, en una de las escenas más efectivamente sentimentales que yo recuerde.
Sin embargo, habría que aceptar que este sentimentalismo termina minando el impacto del filme en su última parte: ¿de verdad era necesario hacer sufrir más a la pobre Frau Bernle con ese examen de inglés antes de entrar a los Estados Unidos? ¿O hacerla que se perdiera en la Gran Manzana, con todo e imagen de su atestado metro? ¿Para qué agregar elementos melodramáticos tan pobres después del sufrimiento de haber perdido a tres de sus hijos en la guerra? Sin duda, se trata de un exceso sentimentaloide, propio del Hollywood de la época, pero también del Ford de siempre, que no dudaba en apelar al populismo más directo -en la comedia, en el melodrama, en el western, en el cine histórico- cuando lo consideraba necesario. En esta misma película podemos ver los dos extremos del populismo fordiano: la exultante fiesta de cumpleaños con la que inicia la cinta -con Ford, las pachangas siempre son sabrosas- y la secuencia final en la que el cineasta de origen irlandés se le pasa la mano con los sufrimientos, los llantos, los impedimentos melodramáticos, que evitan temporalmente que Frau Bernle llegue a los brazos de Joseph, quien la espera con los brazos abiertos, mujer guapa e hijito cariñoso incluidos.
Un último apunte de esta obra mayor fordiana: al revisarla, descubrí infinidad de vasos comunicantes de los que no me había percatado antes, cuando la vi por vez primera, hace ya muchos años. Las influencias recibidas por Ford se dejan ver con relativa facilidad -la iluminación a lo Griffith, el personaje del cartero saqueado de El Último Hombre de Murnau, la cámara movil en la trinchera que nos remite a Armas al Hombro (Chaplin, 1918)- pero hay otras en las que, al contrario, uno puede notar las huellas que ha dejado Ford en los maestros que vinieron después de él. Claro, pueden ser meras coincidencias, pero la secuencia de la trinchera en la que Joseph avanza en medio de la noche, entre la niebla y la oscuridad, es idéntica a la que vemos en la primera parte de Patrulla Infernal (Kubrick, 1957). Y la escena en la que Frau Bernle es dejada por un agente de migración en un pequeño cuarto en la Isla de Ellis, viendo por la ventana, esperando salir para ver a su hijo americanizado, se parece demasiado a la icónica imagen del infantil Vito Corleone en una situación similar en El Padrino 2 (Coppola, 1974).
Pero no hay que extrañarse de ello: si Ford tomó lo que le convino de Griffith, Murnau o Chaplin, ¿por qué Kubrick o Coppola no podrían haber hecho lo mismo con su cine? Los grandes maestros aprenden de otros grandes maestros. Vaya, he descubierto el agua tibia.