La carrera del inglés Alexander Mackendrick queda interrumpida tras seis películas de moderado o incluso gran éxito - la última de ellas, "Sweet smell of success" ya en USA - para volver transfigurada en tres títulos finales de muy desigual fortuna crítica.La justamente aclamada "A high wind in Jamaica", que parece la única que cuenta para la mayoría, está flanqueada por dos films olvidados. "Sammy going south", rodada dos años antes y criminalmente cortada casi treinta minutos para un remontaje que ha circulado más de lo admisible durante años y finalmente en 1967 "Don´t make waves", aún más defenestrada e igualmente maltratada por las ediciones en toda clase de formatos.En el intervalo de más de un lustro que separa "Sweet smell of success" de "Sammy going south", Mackendrick sólo trabajó, sin acreditar, en dos films que serán fundamentales para entender el brusco cambio de rumbo que experimenta en ese trío final mencionado, "The devil's disciple", que firmó Guy Hamilton y "The guns of Navarone" de J. Lee Thompson.Y en fin, quiero demasiado a Richard Quine para mencionar otro film que dicen que rodó con la ayuda de Mackendrick, dejémoslo ahí."Don´t make waves", a pesar de poder tener más puntos de contacto con sus famosas comedias en la Ealing británica y ser divertida, locuaz y naive como muchos Zampa o Sidney contemporáneos, sí es comprensible que haya quedado más datada y circunscrita a una época. Unos años en los que también conecta con Tashlin y Taurog, que ahora parece tan lejano que fuesen mirados con rigor vista la involución actual y eso incluye hasta a Jerry Lewis. Habrá que volver a recordar los argumentos que se utilizaron y quizá deje de quedar como extravagancia la sola mención de cualquiera de ellas entre los grandes films de esos años.En cambio, la escasa fama de "Sammy going south" es un misterio.Ni siquiera cuando en 1987 Steven Spielberg estrenó y llenó los periódicos de medio mundo con su "Empire of the sun", que tiene con ella claras y "sospechosas" coincidencias (y no es la única película en su filmografía que algo o mucho debe a Mackendrick), fue apenas recordada.
Ya parece que no va a figurar nunca entre los grandes films iniciáticos de su década y cualquier otra época, pero los que la revisamos con tanto placer una y otra vez, no nos resignamos.La versión original, recientemente re-distribuida, rozando las dos horas de metraje, con su paleta de colores y sonido correctos, es un prodigio de ritmo, sensibilidad y precisión.
Mackendrick, nada preocupado por la empatía como buen stevensoniano, no sólo mira siempre desde la posición del niño y no parece interesado en extraer grandes conclusiones sobre cómo era esa bellísima y ya problemática África - que empezaba a despertar del colonialismo finalizada la segunda guerra mundial - sino que casi parece querer eludir la aventura misma o al menos su aspecto vitalista, liberador: no tener ataduras ni horarios, dormir al raso, conocer otras gentes y lugares... nada es divertido ni expansivo si no hay que comer, se tiene frío o miedo, los demás creen saber mejor que uno mismo lo que nos conviene y no hay seguridad ninguna de que el destino sea ese punto de partida necesario para emprender una nueva vida.
Se convierte de esta manera "Sammy going south" en una intensa pero sobria crónica de supervivencia en un mundo donde la acción y el pensamiento son una misma cosa y, como decía Borges, las distancias eran mayores porque se tardaba más tiempo en recorrerlas.
¿Es realmente una película de aventuras? Por supuesto, pero lo es para el espectador, que vive ensimismado cada giro del relato, pero sólo termina siéndolo para Sammy, cuando a mitad de viaje encuentre a Cocky Wainwright, el viejo buscador de diamantes interpretado con ternura por Edward G. Robinson, que cambiaría todo por haberlo tenido como hijo. Y desde luego lo será completamente en perspectiva, cuando años después si todo le va bien, los buenos recuerdos borren los malos de su memoria y aprenda la verdadera lección, la que obtiene cuando, en un momento maravilloso, Sammy mata de un tiro a un leopardo y apenas empiezan a vitorearlo cuando aparece en plano el cachorro que queda desamparado con la muerte de su madre.
No estoy muy seguro en cambio de que su pequeña odisea pase de anécdota para contar en reuniones sociales para esos frívolos turistas ingleses que recordarán a aquel niño que pudiendo dormir en camas con doseles, vestir ropa limpia y haber viajado lujosamente en primera hacia el norte, se fugó del tren para dirigirse al sur en busca de su tía, solo.
Se han generalizado demasiado los "profesionales" de la aventura, los que disfrutan con el peligro, son capaces de ser ingeniosos y hasta chistosos ante la inminencia de lo que paraliza o empequeñece a cualquiera, siempre con esa autosuficiencia y esa seguridad en que todo saldrá bien - mezclas y derivados de Indiana Jones, James Bond y compañía - quizá porque ya nadie quiere oir hablar de sufrimiento para lograr algo, ni de largos ni de medios plazos, sólo de éxito y eso juega en contra del film.
Sólo el romántico Cocky - con la complicidad in extremis de Jane - sabe de la Ítaca de Kavafis y lo importante que es que el niño termine su aventura porque de otra manera todo habrá sido en balde.