Revista Cultura y Ocio

Cuatro poetas en guerra

Publicado el 22 marzo 2024 por Rubencastillo
Cuatro poetas en guerra

Leo, de forma pausada y conmovida, el volumen ensayístico Cuatro poetas en guerra, donde Ian Gibson se aproxima a escritores emblemáticos como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández, en el contexto de la guerra civil española de 1936. ¿Qué ocurrió con ellos, antes y después? ¿Qué anécdotas tenemos perfectamente documentadas y cuáles pertenecen más bien al ámbito de la suposición? El trabajo de Gibson, ocioso me parece adjetivarlo, es admirable, ecuánime, convincente.

Este viaje por la memoria y la tristeza se inicia con Antonio Machado, el poeta que terminaría muriendo en Colliure, derrotado, abatido y dejando a su espalda un país en el que continuaban la muerte, la destrucción y la saña. E ignorando las circunstancias en que se encontraba su último amor, Pilar de Valderrama, una mujer casada, “muy católica y de derechas” (p.47), de la que había tenido que separarse por la guerra, la cual seguía “embistiendo testaruda y bestial, una guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático” (p.57). Ni siquiera le quedaba el tibio consuelo de conservar las cartas de su amada Guiomar, porque seguramente las perdió durante el agónico traslado (“Sobre su paradero nunca se ha averiguado nada”, p.64).

Después se adentra en la figura de JRJ, de quien se suele hablar menos en este tipo de libros, porque se le contempla como un ser “apolítico” y alejado de los estruendos de la contienda. Nada menos exacto: Juan Ramón firmó numerosos manifiestos, se adhirió a actos republicanos y redactó páginas cristalinas sobre su compromiso democrático, que no siempre han merecido la difusión de la que otros gozaron. Recomiendo de forma especial acercarse a este capítulo 2, por su interés a la hora de completar la figura de uno de los intelectuales más densos y elevados de nuestra literatura.

En el siguiente peldaño, Federico García Lorca. Todas las noticias que aporta y ordena Gibson en este capítulo estaban, prácticamente iguales, en sus libros anteriores; pero sigue siendo sobrecogedor volver a pasear los ojos por ellas, para despejar dudas, aclarar responsabilidades, arrebatar máscaras y señalar sin miedo ni medias tintas a víctimas y verdugos. Si existe una vida después de la muerte, me gustaría asistir (humildemente, desde el patio de butacas) al abrazo entre Gibson y García Lorca, conmovidos los dos.

Y, por fin, Miguel Hernández, el veinteañero que venía de Orihuela y para el que unos meses de estancia en Madrid resultaron suficientes de cara a que “se inflara como un aerostato su ambición de ser poeta de alto renombre” (p.229). Allí se unió sentimentalmente a la pintora Maruja Mallo y se alejó de Josefina Manresa, su novia del pueblo. Sufrió la muerte de su primer hijo (diez meses) en plena guerra civil. Padeció la indignidad de que su antiguo amigo el canónigo Luis Almarcha (futuro obispo de León) no moviese un dedo para salvarlo de la muerte. Y la escena de su boda, mientras agoniza arrojando pus, es espeluznante.

Con Ian Gibson, volveré a insistir, España tiene una deuda impagable, porque nos ha iluminado y enriquecido con sus investigaciones. ¿Leer estas páginas que hoy comento hace daño? Claro que sí. Mucho daño. Pero el motivo para hacerlo, ahora y siempre, es clarísimo: el olvido supondría demasiada consideración (cuando no una abierta complicidad) con la más fuerte e injusta de las partes. Y por ahí no podemos pasar. El olvido, en estos casos, no es una opción.


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