Mientras decenas de países han superado la pobreza en estas seis décadas, los cubanos viven sumidos en un degradante subdesarrollo.
Álvaro Vargas Llosa
Dentro de dos semanas se cumplirán 60 años desde que los barbudos revolucionarios ingresaron triunfantes a La Habana y se apoderaron del país. Se menciona a menudo, como claves de esa perdurabilidad, estos factores: la eficiencia de su Estado policíaco; la protección y la subvención de la URSS durante tres décadas y, más tarde, del petróleo venezolano; la expulsión directa o indirecta de millones de cubanos que con su salida, en sucesivas oleadas a lo largo del tiempo, desactivaron la presión social, reduciendo el riesgo político para el régimen; la condición insular de Cuba, que de haber sido un país centroamericano habría sido poroso y más vulnerable; la crueldad de Fidel Castro y sus dotes excepcionales para traducirla en hechos que reforzaran su figura mesiánica y el poder del Estado; la torpeza de Washington, que no supo aprovechar oportunidades como la invasión de Bahía de Cochinos y, en cambio, colaboró con la propaganda cubana con cada error que cometió.
Todas estas explicaciones contienen, seguramente, una dosis de verdad; la razón de que la Revolución Cubana siga en el poder debe algo a todas ellas. Pero prefiero centrarme en dos que se suelen mencionar menos y a las que no sabría atribuirles un porcentaje, pero que, creo, resultan indispensables para explicar parcialmente esta longevidad. Una es el “relato”, que no es lo mismo que la propaganda: muchos regímenes brutales con capacidad para la propaganda sucumbieron bastante tiempo antes de cumplir 60 años. La otra es lo que podríamos llamar la muerte de toda ilusión o, dicho de otra forma, la capacidad que ha tenido la Revolución Cubana para destruir en un número suficiente de personas la capacidad para concebir una realidad esencialmente distinta. A esto último podríamos llamarlo una relativa deshumanización de la población cubana, si aceptamos que un rasgo fundamental de lo humano es imaginar cosas mejores, primero, y luego actuar a partir de ese movimiento de la imaginación. Los cubanos imaginan todo el tiempo, desde luego, modos de sobrevivir (o de “resolver”, el verbo cotidiano de la isla) y actúan en consecuencia, pero, con honrosas excepciones, ya no parecen imaginar, como las primeras generaciones de adversarios del castrismo que fueron derrotadas, la posibilidad de modificar la fuente principal de su desgracia.
El relato de la Revolución Cubana fue variando con el tiempo. Cada variación fue -para cualquiera que vea estas cosas con sentido común- una admisión no explícita de fracaso. Pero cada admisión de fracaso fue, al mismo tiempo, la renovación de la “última ratio” que justificaba la Revolución. Así, la mentira pudo extenderse indefinidamente en el tiempo y sustituir la deprimente, trágica realidad con un efecto embrutecedor y paralizante.
Cuando triunfa la Revolución, el castrismo promete a los cubanos y al mundo hacer de Cuba un país desarrollado (allí está, como emblema de esa primera hora, la bravata del Che Guevara en Punta del Este, en 1961, vaticinando que en 1980 la isla tendría un ingreso per cápita superior al de Estados Unidos). El relato se basaba en la apuesta por el desarrollo y en la comparación arrogante con el subdesarrollo latinoamericano, que se atribuía al sistema capitalista. Pero la pérdida de su tejido empresarial, de buena parte de su clase media, de la más mínima racionalidad en la conducción económica y de los incentivos para progresar al margen del Estado echaron por tierra toda pretensión de desarrollo económico. El castrismo modificó entonces radicalmente el relato para instalarlo en la lógica de la Guerra Fría, justificación definitiva de la sovietización de la isla.
Cuba ya no basaba su discurso en la capacidad de la Revolución de convertir a la isla en una potencia económica, sino en el rol que le tocaba jugar en el gran enfrentamiento mundial entre el socialismo liberador y el capitalismo imperialista. La inflación, por la vía retórica, del tamaño histórico de Cuba alargó la importancia de la isla y el orgullo nacional de los creyentes en la religión castrista. Mandar cubanos a pelear en África era parte del ese papel descollante que ahora jugaba la isla a escala global.
El aspecto económico había pasado a un segundo lugar, aunque cobraban importancia ahora unos logros sociales que en gran parte no eran otra cosa que la herencia de la vieja Cuba prerrevolucionaria (en 1958 Cuba era subdesarrollada, pero tenía la tercera renta per cápita de América Latina, detrás de Venezuela y Uruguay, la esperanza de vida de los cubanos al nacer, 64 años, era también la tercera de la región y su tasa de mortalidad infantil ya era la más baja).
Cuando se vino abajo la URSS, el relato no podía sino modificarse. Una parte del nuevo relato consistió en la denuncia de la gran “traición” producida en la URSS, lo cual implicaba aumentar aún más el tamaño desproporcionado que le tocaba jugar a la isla en el mundo. Esta vez, como bastión del socialismo mundial. Pero como el fin del subsidio soviético, que se ha calculado en más de cinco mil millones de dólares anuales de entonces, implicaba también mucha penuria, había que construir la otra parte del nuevo relato, la de la resistencia numantina, la del heroísmo en la pobreza. Así fue que el “periodo especial”, que no era en realidad otra cosa que la desnudez reveladora de la Revolución y el afloramiento de sus monumentales fracasos, cobró una dimensión mística, redentora, que justificaba todas las privaciones y estrecheces imaginables. Como la supervivencia era una causa heroica, todo valía, incluso empezar a permitir, tímidamente, algunas actividades económicas por cuenta propia y, por supuesto, invitar a algunos capitales extranjeros a asociarse con el Estado cubano con paquetes minoritarios de acciones para inyectar algo de dinamismo. El turismo degradante, que el relato revolucionario anterior había asociado tanto a la Cuba decadente y vendepatrias de Batista, cuando la isla era “el prostíbulo” de los Estados Unidos, ahora formaba parte de la sagrada causa revolucionaria. Cada vez que los limitadísimos espacios de economía privada amenazaban con crear una clase independiente del Estado, Castro los volvía a cerrar y el relato retornaba a su versión prístina, denunciando a los capitalistas y sus titiriteros imperialistas.Luego llegaron el petróleo y los petrodólares de Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI. El Estado cubano pudo respirar aun si la población seguía sumida en una economía más propia del subdesarrollo de los años 50 que en la del nuevo milenio. El relato cambió de nuevo. Ahora volvía a salir de los confines ajustados de la isla en el que la necesidad de concentrarse en la supervivencia la había encerrado y proclamaba a los cuatro vientos la renovada lucha mundial contra el imperialismo. Una lucha en la que se justificaba aliarse con el islamismo fundamentalista (especialmente el terrorista e imperialista) o con el nacionalismo capitalista chino. El relato también dio una cualidad altruista a lo que era, en verdad, una variante de la esclavitud. Cuba empezó a enviar médicos, enfermeras y maestras a diversos países a cambio de dinero que los beneficiarios no pagaban a los profesionales sino al Estado cubano, que a su vez conservaba nueve décimas partes de lo recibido. En la nueva retórica, estos “servicios profesionales” contribuían a instalar la idea de que Cuba, una vez más, ponía su grandeza al servicio de la humanidad.
Cuando Fidel Castro cayó enfermo en 2006 y Raúl Castro asumió el mando temporal, el relato adquirió nuevos matices. El hermano del dictador había sido un admirador de la Perestroika de Gorbachov y lo era del modelo chino, pero no podía desviarse demasiado de la ortodoxia porque correría el peligro de ser víctima del moribundo Fidel y sus aliados. Las reformas económicas ampliaron la esfera privada (a través de la expansión del “cuentapropismo” y de la creación de espacios de actividad cooperativa en la agricultura, aunque manteniendo la propiedad de la tierra en manos del Estado) y se renovó la invitación al capital extranjero. Pero las reformas fueron lo bastante limitadas como para convivir con la retórica revolucionaria de un Raúl dedicado a convencer a tirios y troyanos de que nada cambiaría. Los militares, empezando por él, su jefe, controlaban la economía grande con socios extranjeros y algunos cientos de miles de cubanos podían dedicarse a hacer muy pequeños negocios. Nada remotamente parecido a una economía privada, libre y sujeta al estado de derecho había surgido, pero sí una economía con algunas rendijas por donde entraba, para una parte de la población, cierto oxígeno.
El agravamiento de Fidel y luego su muerte obligaron a nuevas vueltas de tuerca retóricas para afianzar la idea de que nada cambiaría. Eso vino acompañado de retrocesos en las medidas parcialmente liberalizadoras y el anuncio de que Raúl Castro dejaría la Presidencia y sería sustituido por Miguel Díaz-Canel, aunque el viejo revolucionario seguiría controlando el poder como primer secretario. Todo quedaría bien atado un poco después, habiendo asumido ya Díaz-Canel en rol decorativo, con la nueva Constitución. La retórica se adaptó a los nuevos tiempos suprimiendo el “comunismo” como meta final, pero no al partido como rector de todo.Un vistazo rápido a cualquier análisis de la economía cubana y sus indicadores sociales (por ejemplo los que hace rigurosamente Carmelo Mesa-Lago) basta para desmontar el relato cubano y concluir que 60 años de Revolución han sido una tragedia. Y no me refiero ni siquiera a lo más elemental, la libertad de las personas, suprimida por uno de los estados policiales más desalmados que haya producido dictadura contemporánea alguna. Me refiero a que mientras decenas de países han superado la pobreza en estas seis décadas, los cubanos viven sumidos en un degradante subdesarro-llo. A pesar del tímido surgimiento de ámbitos de actividad privada (que no representan más del 7% del PIB), el sofocante Estado cubano no hace sino empobrecer a sus ciudadanos. La economía sigue altamente descapitalizada (la formación bruta de capital como porcentaje del PIB es la mitad del promedio latinoamericano) y en la última década la producción agrícola e industrial ha caído. La mayor fuente de divisas para el país es ese régimen semiesclavista que llaman “exportación de servicios profesionales”.
Pero, con la excepción de los heroicos cubanos y cubanas que resisten aisladamente y tratan en circunstancias dramáticamente adversas de crear una sociedad civil, la inmensa mayoría de la población exhibe apatía cívica, incapacidad para la indignación política. En suma, un abandono de toda pretensión de modificar el estado de cosas general que representa, 60 años después, el “logro” de la Revolución Cubana.