En el mundo ha llamado la atención la enorme diferencia entre los hechos vividos en Cuba del 11 de julio y el 15 de noviembre pasados. Tal diferencia no fue obra de la casualidad, ni de lo que medios (des)informativos procuran vender como “brutal represión por parte de una feroz dictadura”.
Esos medios no denuncian —a lo sumo los mencionan tímidamente, aparentando imparcialidad— los crímenes de gobiernos como el colombiano, el chileno y el israelí, o el estadounidense. Particularmente en este último caso, contra ciudadanos que, por venir de antepasados africanos, “negros”, cargan con desventajas en un país dominado desde sus orígenes por el supremacismo o “mesianismo blanco”.
En Cuba, por más que sus enemigos intentan inventarlo sin ningún pudor, no ocurre nada comparable con esos crímenes. El 11 de julio miembros de la Policía Nacional Revolucionaria —mujeres incluidas— salieron desarmados a defender el orden ciudadano y la tranquilidad pública, y fueron quienes recibieron golpes de los manifestantes. Si algún vehículo sufrió actos vandálicos, fue un carro patrulla.
Luego vendrían angelicales voces de la no represión a reclamar que no se encarcelara a nadie, ni a quienes asaltaron y saquearon establecimientos o lanzaron explosivos contra centros de atención médica en horarios de atención a pacientes, de pediatría incluso. Con sus actos se mostraron ubicados en la estirpe de aquellos que el 8 de mayo de 1980 —en el contexto asimismo de provocaciones urdidas por el imperio— incendiaron en La Habana el círculo infantil Le Van Tam, y el heroísmo del pueblo, con Fidel Castro presente el lugar, salvó íntegramente a niñas y niños, un total de quinientos setenta.
Se requeriría mayor espacio para caracterizar a todas las voces que han condenado “la represión” en Cuba, pero de conjunto se ven insertadas en las tendencias que trazan quienes satanizan todo cuanto la Revolución Cubana haga para defenderse de las fuerzas afanadas en aplastarla. Entre esas voces no han faltado las que invoquen a Dios para ignorar las diferencias entre caínes y abeles, olvidando la santa ira de Jesús ante los mercaderes del templo.
La gran diferencia entre el 11 de julio y el 15 de noviembre la marcó la información. Al 11 de julio el país llegó sin la preparación necesaria, de ahí que fuera sorprendido. Un análisis cuidadoso del tema requeriría despliegue y profundidad mayores, y podría llevar a descubrir estragos del desconocimiento junto a secuelas de prejuicios indiscriminados con respecto a la tecnología. Pero aun sin ese análisis se puede hablar de subvaloración de la potencialidad de maniobras alentadas en las redes sociales por fuerzas y personas inescrupulosas y con grandes recursos, y cabe pensar que hubo ingenuidad, condición que no por estimarse “el defecto de los buenos” es aconsejable.
Parece que no bastaron los indicios del 27 de noviembre de 2020, y derivaciones posteriores de ellos —ante los cuales se pudo tener la impresión de que en autoridades cubanas se unían desprevención y buena fe—, para tener clara noción de qué se gestaba. Vistos los hechos desde hoy, para tener una idea de por dónde iban esos vientos piénsese en el papel que a uno de los promotores de aquellos hechos le asignaron sus jefes para el 11 de julio: tomar el Instituto Cubano de Radio y Televisión.
Querrían, reeditar en ese organismo lo que José Antonio Echeverría protagonizó en Radio Reloj el 13 de marzo de 1957. Obviamente, no incluyeron en sus previsiones algunos datos elementales: como las convicciones, el coraje y el patriotismo que movían al héroe estudiantil y sus acompañantes, capaces de actuar hasta las últimas consecuencias en el cumplimiento de las misiones que asumían.
El desenlace del 15 de noviembre en lo tocante a su patético gestor visible —los de verdad y determinantes estaban, están, en los Estados Unidos, y siguen rabiando ante el fracaso de sus planes— ratificó la importancia de ese dato. El coraje no caracteriza a mercenarios, como aquellos que en Girón se declararon cocineros o “embarcados”.
Con detalles y evidencias incontestables, la información desplegada en días previos al 15 de noviembre puso en claro, además de la legitimidad constitucional de prohibir la protesta llamada pacífica, que esta no buscaba ninguna mejoría para Cuba. Así como han rehuido referirse al bloqueo, y más aún condenarlo —negativa de la cual algunos de ellos blasonaron como programa—, quienes la orquestaron representan en el territorio nacional los terroristas y apátridas que, con guarida representativa en Miami, sirven al poder imperialista empeñado en estrangular a Cuba por medio de penurias.
Tal actitud se evidenció aún más en medio de la pandemia, al recrudecerse el bloqueo con las más de doscientas cuarenta medidas implantadas por el césar republicano Donald Trump y mantenidas por su émulo sucesor, el demócrata Biden, a cuál más abominable. Esas medidas le impidieron a Cuba, o le dificultaron en extremo, adquirir recursos básicos —baste mencionar el oxígeno— para enfrentar el coronavirus, curar contagiados y salvar vidas. No obstante, está a la vista lo hecho por Cuba en ese frente, no solo para bien de su pueblo, sino también de otros muchos en el mundo.
A pesar de los recursos millonarios y la desvergüenza con que actúan los medios anticubanos, la clara y honrada información desplegada por Cuba antes del 15 de noviembre impediría que personas honradas se confundiesen hasta creer que lanzarse a las calles era una manera sana de expresar inconformidad contra las penurias. En todo caso, tendrían que dirigir sus protestas contra el gobierno de los Estados Unidos, responsable, promotor y protagonista de la agresividad que mantiene a Cuba en los agobios que diariamente debe enfrentar.
Hasta delincuentes de la índole de los que el 11 de julio cometieron desmanes como saquear tiendas y golpear a otros ciudadanos, tendrían claro que el país no podría permitir actos tales. Sobre todo, los anexionistas y lacayos del gobierno estadounidense sabrían que en el pueblo —en esa gran mayoría que vale llamar el pueblo cubano— no habría confusión alguna en cuanto a un hecho: lo anunciado como una “marcha pacífica” obedecía al plan belicista de crear disturbios aprovechables por el gobierno de los Estados Unidos como pretexto para intervenir militarmente en Cuba.
No le temerían a la represión por parte de una Policía que —en coherencia con su trayectoria desde 1959— tuvo el 11 de julio el desempeño que tuvo para cuidar el orden sin depender del uso de la fuerza. Temerían, eso sí, al encono del pueblo contra las maniobras proimperialistas. Si los personeros locales de esas maniobras hubieran salido a las calles para cumplir el guion que sus jefes les habían trazado desde el exterior, las fuerzas del orden habrían tenido que protegerlos. No solo para que la respuesta del pueblo ofendido y resuelto a ajustarles cuentas no contribuyese a agravar el desorden, sino para impedir actos de autoagresión, táctica previsibles en tales personeros.
¿Terminaron sus farsas con la partida para Madrid de su cabecilla vernáculo visible, ayudado por lo que no hay que ser muy perspicaz para suponer complicidad de autoridades españolas herederas de aquellas que en 1898 se humillaron ante los Estados Unidos? Sería otro acto de ingenuidad pensarlo. Los enemigos de la nación cubana, aun cuando se sepan históricamente condenados al fracaso, no descansarán en su propósito de conseguir que Cuba se desgaste respondiendo una a una sus maniobras, y desatienda el trabajo que debe continuar haciendo para bien del pueblo y de su calidad de vida.
No por gusto la picaresca popular, que se ha divertido anunciando la formación —en el Madrid del PP, Vox y algunos “socialistas”— de un nuevo dúo con el nombre de Juan y Yúnior, ha intuido seriamente la fabricación de un Guaidó junior para Cuba por parte del gobierno de los Estados Unidos y sus agentes. El sarcasmo es merecidamente cruel, si se tiene en cuenta la piltrafa política en que ha parado —tampoco tenía para más, es cierto— el presunto Guaidó senior al que apostó la CIA en la también fracasada pero criminal y activa hostilidad contra la Venezuela bolivariana.
No se debe menospreciar la peligrosidad de un monstruo cuyos estertores, por mucho que puedan durar, anuncian su final y su consiguiente desesperación por mantener una hegemonía que, si no ocurre un milagro diabólico, ya se le escapó. De ahí, y de lo que es su cadena de fracasos contra Cuba, pese al enorme daño que le ha hecho a este país, viene la enconada rabia de la irracional y abyecta campaña que lanza por todos lados con el fin de borrar a la Revolución Cubana y el ejemplo que sigue dando al mundo.
En semejante contexto, frente a la falaz realidad paralela que el imperio y sus sirvientes construyen de Cuba para denigrarla como si fuera un Estado fallido y justificar su liquidación por hambre y enfermedades, y por las armas si no les quedara otra opción, Cuba tiene una responsabilidad ineludible: llevar a feliz término la misión de construir en su territorio una realidad real, contundente, para la felicidad de su pueblo, haya o no haya bloqueo.
Tal logro sería impensable si la contrarrevolución consiguiera apoderarse del país. Esa es la fuerza de la que el imperialismo ha intentado, sin éxitos, fabricar una oposición cubana. Aquí la verdadera y única “oposición” que tiene espacio presente y futuro es la representada por la población patriótica y revolucionaria decidida a combatir todo lo mal hecho y a luchar por la erradicación de deficiencias de cualquier tipo.