Cuba, la isla más triste del Mundo.Por Lygia Navarro
Escritora. Es becaria de investigación de la Fundación Phillips.En estos meses, La Habana es una creciente ola de calor: tan abrasador, el sol tan penetrante que puede afectar tu noción de realidad. Te tienta a rendirte. Te hace coquetear con la locura. Los rostros de dolor a tu alrededor están cubiertos de un sudor mugriento, una bruma de sufrimiento en la mirada. Por todos lados las mujeres se abanican, acaso con un objeto refinado, comprado en una tienda, pero con más frecuencia con un simple pedazo de cartón.Adentro, el calor se irradia desde cada superficie, la temperatura se eleva mientras el sopor cala profundo en las paredes de concreto. Afuera es peor. Pocos se atreven a aventurarse a la luz ardiente de la calle.Y no existe otro lugar adónde ir. Para la mayoría de sus habitantes, La Habana es una isla encerrada dentro de otra isla, tal como lo era cuando los españoles construyeron todos esos muros de piedra para bloquear el paso a los ingleses, a los piratas y a los demás atraídos por el canto de sirena del espejismo tropical de mujeres, juego y ron. Hacia el norte está el agua, por supuesto, pero sólo se puede llegar allí bajando por el rompeolas del malecón y por un anillo de peligrosos acantilados.Un viaje a las playas del este de la ciudad significa horas de espera en las colas y luego prepararse para la larga travesía en un autobús repleto sin aire acondicionado.En cualquier otra dirección está la jungla verde. Incluso los vecindarios de La Habana revientan a causa del sol, el agua y la intensa fertilidad de la isla: las delicadas flores naranjas de los extensos árboles de sombra framboyán, las buganvillas en enredaderas de magenta y púrpura, las flores de calabaza que se asoman entre las malas hierbas y rodean mansiones decrépitas ahora refugio de puñados de familias, y los mar pacíficos rojos o hibiscos, que cierran sus flores cada tarde.En un buen día, esto sucede apenas llega la lluvia. El horizonte varía de parcialmente nublado a gris y presagioso, el cielo emana un amarillo brillante y ajeno. Luminosos relámpagos, naranjas y blancos, se ciernen en el horizonte, sobre los edificios implosionados. Amenazando. Entonces cae el aguacero: gotas furiosas y gigantescas golpean el suelo en grandes destellos de luz. Pocos cubanos pueden comprar paraguas; se resignan a los diluvios, así como a tantas realidades cotidianas: la incertidumbre, el empapamiento,? las masas de arcilla atrapadas en los torrentes de agua que pintan todo de un rojo diluido.Conforme avanza agosto, las lluvias se hacen escasas y la temperatura sube. Caminar por la calle, visitar a los amigos, viajar en autobús: todo el mundo se lamenta por el implacable calor. ¿Acaso septiembre traerá algún alivio? ¿O comenzarán los huracanes? Aun cuando el sol se pone, la temperatura nunca baja más que unos pocos grados. En la ciudad, los habaneros oran por noches sin apagones para que sus ventiladores eléctricos no den el repiqueteo final y se apaguen, de modo que así puedan evadir el calor una noche más. Luego, en la mañana, el ciclo comienza una vez más.Es en el crescendo de espera y sufrimiento de agosto que los cubanos suelen renunciar a la vida. Pero pocas personas en Cuba hablan abiertamente sobre perder la razón, y mucho menos sobre el suicidio. Entonces, cuando una viscosa tarde de agosto una mujer llamada Mirta me dice que su sobrino se mató, lo hace sin hablar.Mirta se acerca a su sexagésimo cumpleaños y por años ha combatido personalmente la depresión y la ansiedad. Es pequeña y corpulenta, y tiene el cabello gris corto con un mechón de cerquillo blanco. En casa usa una bata amarilla sin mangas para evitar el polvo y la fetidez de la calle. Pasa la mayor parte de su tiempo en la sala, donde la lámpara fluorescente del techo arroja una luz opaca de tono gris, que hace que la pequeña habitación se vea aun más pequeña. Mirta se desliza en su mecedora de madera, el ventilador al lado zumba y sólo consigue hacer ruido suficiente para cubrir sus palabras. Mientras habla sobre su sobrino, hace la mímica de los hechos de su suicidio. «Él…». Mirta comienza, baja la voz. Coloca el pulgar y el índice en su cuello, justo debajo del mentón, como una soga. Mirta conoce poco de lo que provocó a su sobrino. Él había deseado abandonar la isla por años y también bebía demasiado, pero sus padres le han dicho a ella otros pocos detalles: sólo que sufría de «los nervios», expresión latinoamericana para referirse a las enfermedades mentales.Socialismo o Muerte. Ese eslogan salpicado por toda Cuba no refiere que haya nada honorable ni revolucionario en optar por el suicidio; la idea misma es intensamente política y tabú. Siéntate con la mayoría de los médicos en Cuba y ellos te asegurarán que el suicidio es poco común y que no hay nada llamativo acerca de la relación del país con la autodestrucción. Es probable que ni siquiera ellos sepan la verdad y que nunca hayan visto las estadísticas: según la Organización Mundial de la Salud, año tras año ocurren más suicidios en Cuba que en cualquier otro país de Latinoamérica. Su tasa de suicidio sólo es superada por la República Popular de China y por países desarrollados y neuróticos, como Japón y Finlandia, así como por ciertos estados post soviéticos.Desde que existe la historia escrita en Cuba, los cubanos se han suicidado en cifras récord como forma de protesta social. En los albores de la conquista, hasta un tercio de la población nativa se suicidó para evitar vivir bajo el yugo español. El historiador Louis A. Pérez Jr., de la Universidad de Carolina del Norte, cita al explorador Girolamo Benzoni (s. XVI): «Muchos fueron al monte y, después de matar a sus hijos, se ahorcaron, diciendo que era mucho mejor morir que vivir tan miserablemente, sirviendo a tan y tantos feroces tiranos y malvados ladrones». Pérez continúa: «Escogieron morir ahorcándose. Ingirieron veneno. Comieron tierra para morirse». Y en una selva al este de La Habana, un grupo de nativos que escapaba de los cazadores de esclavos se lanzó al precipicio del valle conocido como Yumurí, cuyo nombre es una variante del español: «Yo morí…».Esta tendencia nacional tuvo nuevamente su punto más alto durante las guerras por la independencia de Cuba a finales del siglo XIX, cuando un terrateniente rebelde escribió las líneas de lo que más tarde sería el himno nacional de Cuba: «No temáis una muerte gloriosa, que morir por la patria es vivir». Los líderes de la lucha, que luego se convirtieron en héroes de la revolución de Fidel Castro, incluyen a José Martí, el martirizado padre de la nación cubana, quien cayó en su primer día de batalla, y el general Calixto García, quien se disparó en la cabeza para evitar ser capturado y vivió para contarlo. Con el crecimiento de la nación, más y más cubanos se fueron suicidando: campesinos durante épocas de desempleo después de la cosecha de la caña de azúcar, mujeres que huían de sus maridos violentos, la clase trabajadora que sufría crisis económicas, jóvenes izquierdistas amenazados con condenas bajo el régimen del dictador Fulgencio Batista y miles de cubanos desilusionados con la transformación que Castro hizo a la sociedad cubana luego de la revolución de 1959.Tal como la temperatura de agosto, la tasa de suicidio subió una y otra vez desde los años setenta. Después de la caída de la Unión Soviética, la isla se sumió en su propia Gran Depresión, que Castro eufemísticamente denominó «el Período Especial en Tiempos de Paz», y los suicidios aumentaron en más del doble de la ya alta tasa de 1959, y se convirtieron en la segunda causa principal de muerte para los cubanos de entre quince y cuarenta y nueve años. (Trabajadores desertores del Ministerio de Salud Pública sostienen que las cifras oficiales de suicidio están fuertemente subestimadas, ya que el gobierno reclasifica muchas de estas muertes como accidentales). Escasos artículos de revistas cubanas de medicina mencionan una realidad normalmente ignorada en las esferas del gobierno: la gente se suicidó durante el Período Especial debido a «las difíciles condiciones socioeconómicas» o simplemente «desesperación».Es difícil exagerar el impacto del Período Especial en la psique de los cubanos. Hace varios años, en una visita a La Habana, recuerdo haber preguntado a un amigo cuándo terminó el Período Especial. Él se rió secamente. «¿Terminó?». Aunque lo peor de los noventa ya pasó, los cubanos se han acostumbrado a niveles de incertidumbre y escasez inconcebibles para los forasteros, y permanecen por lo general sutilmente traumatizados. Menciona el Período Especial y escucharás una inundación de historias casi demasiado lúgubres para ser verdad. Como la de aquella conocida que me contó que, en lugar de ganar pesocuando estaba embarazada de su hija, perdió siete kilos. O la del amigo de la escuela de medicina que llegaba haciendo autostop a la universidad cada mañana después de un desayuno de agua azucarada. O la de aquel que pasó varias semanas sin jabón ni papel higiénico. Todos te dirán: «Fue como si estuviésemos en guerra»Mientras cruzamos la calle, miro hacia atrás y noto que el gobierno ha puesto a esta tienda el nombre «Yumurí». Pero Mirta no encuentra su escape en la muerte. En vez de eso, así como muchísimos otros en la isla, ha hallado un alivio a su frustración: esta noche, justo antes de acostarse, pondrá en su boca una pastilla blanca y aguardará por el dulce olvido del sueño.Para llegar a Centro Habana, donde vive Mirta, debes ir hacia el este, desde el vecindario de clase media del Vedado, alejándote de sus silenciosas calles adornadas con la brisa del mar y sus villas deterioradas, o hacia el oeste, desde la fotogénica Habana Vieja, donde los beneficios de la atención del gobierno y los dólares del turismo brillan en las fachadas coloniales restauradas y en los dientes de oro de sus residentes. Centro Habana no se jacta de su verdor ni de su pintura fresca. Antes uno de los primeros campos de caña de la isla, ahora es un sofocante laberinto de calles angostas. Las veredas son tan estrechas que los residentes tienen que caminar en fila por ese revoltijo de tesoros neoclásicos en descomposición, casas coloniales de altos techos fuera de lugar en este siglo, complejos de departamentos art déco y bloques de construcciones de estilo soviético. Hay quienes caminan por el medio de la calle esquivando los fétidos charcos, las pilas de frutas y frijoles podridos, y el excremento de perro. Niños pequeños con sus abuelos se abren paso por la calles; jóvenes beben ron de cajas de cartón y vociferan insultos a sus amigos.A unas pocas cuadras del departamento de Mirta se encuentra el malecón, que en el pasado solía atraerla todas las noches con su promesa de aire fresco. Sin embargo, ahora Mirta se queda en casa y toma su pastilla, porque el malecón está plagado de muchachitos que se emborrachan y ponen el grave bum bum bum de su reggaeton vulgar a todo volumen, desesperados por escapar de sus propias casas tan hacinadas y sofocantes. La mayoría de los habaneros evitan Centro Habana a esta hora, cuando son pocas las cuadras iluminadas por faroles y hay un matiz carnavalesco y anárquico en la oscuridad.Una tarde, Mirta se sienta en su mecedora y me cuenta sobre la chica que murió en la calle días atrás. Un desvencijado balcón de cemento se cayó y la aplastó. No ha sido la primera muerte de que Mirta ha oído en el vecindario. Me pide que cuando me marche mire bien el balcón que está a dos puertas de su casa: apenas se mantiene en alto apoyado por una tablilla de madera. «Si vas por la ciudad, verás que todo luce como un bombardeo», dice frunciendo el ceño, «todo se está cayendo, todo se está desmoronando». Claro, dice, la noticia de la muerte sólo circula en los suspiros, nunca en los periódicos del gobierno. «Aquí todas las noticias son buenas. Nada malo sucede aquí».La melancolía de Mirta es avivada por los recuerdos de su otra realidad: su niñez en una pequeña ciudad en el centro de la isla, uno de esos pueblos remotos que tienen hileras de casas coloniales de un piso extendiéndose alrededor de una plaza central. En ese entonces, había una rica variedad de actividades para los jóvenes: clubes sociales, conciertos en la plaza, fiestas en casa de amigos… no como ahora que una lata de gaseosa es un lujo y pocos cubanos pueden ofrecer a los visitantes algo más que una taza de café.? A finales de los cincuenta, los padres de Mirta eran cómodamente de la clase media. Eran dueños de una tienda y enviaron a Mirta a una escuela católica. Después, cuando ella tenía diez años, el gobierno revolucionario tomó la escuela. Aquello enfadó mucho a su padre, que había emigrado a España de niño y se oponía a que su única hija se mezclara con chicos. Luego de un primer arrebato de entusiasmo, comenzó a desconfiar del nuevo gobierno.Durante la década del sesenta, gran parte de la sociedad cubana estaba horrorizada ante la pérdida del capitalismo o emocionada por los proyectos sociales de la revolución: la nacionalización de la industria privada, las brigadas rurales de alfabetización y la ambiciosa empresa de proveer salud y educación gratuita para todos. Aunque esto trajo consigo la ruptura de la familia de Mirta, muchos cubanos con menos fortuna salieron finalmente de la extrema pobreza. Después de que en 1961 Fidel declarara que su revolución se había tornado socialista –con el consecuente embargo estadounidense– Cuba se volvió íntimamente dependiente del comercio con el bloque comunista. Para finales de los setenta y comienzos de los ochenta, Cuba y la entonces joven familia de Mirta tuvieron una edad de oro: las tiendas estaban inundadas con productos provenientes de Europa del Este, los sueldos valían algo y Mirta y su esposo Gilberto podían llevar a sus dos hijas de vacaciones a la playa todos los veranos.
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