Marcelino escribió Tristeza, amor acaso en 1.961. Nos conocimos, ya lo saben, en 1.963. En 1.966 publicó Ebriedad de tristeza. Pensé que ya estaba bien de tanto sufrir por su infancia perdida, algo que para él era, más o menos que imposible, dar al olvido. Sin embargo, ya tenía un amor y unos hijos que alegraban su vida y, poco a poco sus temas, sin abandonar del todo -en bastantes de sus libros aquella especie de melancolía- fui testigo de un cambio en su poesía social-testimonial en la que se sentía felizmente realizado. Volvamos un poco atrás en el tiempo de Cubillo. El lunes siguiente al de la marcha de mi padre a La Coruña, tomé el tren a Palencia. Fui a la Inspección y le conté en primera persona a la Inspectora Leyto Cantero, sobrina de obispo, que nadie me recibía en Cubillo. "Vuelva tranquila a Valladolid". "Yo me ocupo de solucionar ese problema".
Igual que moza en fiesta y con un par de castañuelas emprendí el viaje de regreso. Pasé esperando hasta el viernes. Y, ese día, en mi buzón apareció un sobre con un remitente de nombre desconocido para mí. Era del alcalde pedáneo quien me invitaba, es un decir, a volver al pueblo y ocupar mi puesto de trabajo, pues como tenía "casa-habitación" al lado de la escuela, era mi obligación trabajar en ella y vivir allí.
No sé si las luces del hombre se iluminaron o estaban cegadas por la ignorancia. La casa a la que aludía, ni tenía puerta, ni estaba en condiciones de habitabilidad, a punto de hundirse. En ella metían el carro las personas de etnia gitana durante la temporada de recoger la patata -exquisita, manjar de dioses, no exagero- de la comarca de La Ojeda-
De nuevo a Palencia, hablé otra vez con la inspectora y volvió a sus anteriores palabras: ella se encargaría de solucionar el problema. Inquieta, la verdad, tomé el tren de vuelta en aquel vagón para ocho personas donde las tablas se clavaban en la espalda a pesar de que estaban revestidas con una especie de hule en tono verde oscuro sobre un mullido de no sé qué. Frente a mí un hombre de unos sesenta años, me miraba atentamente. Yo fingí no saberlo. Pero empezó a decir cosas como "¡pero bueno! ¿Es posible que esta señorita tan guapa no sonría nunca? Seguro que se guarda la sonrisa para su novio porque... Novio, seguro que lo tiene, no puede ser de otro modo. Vamos, vamos, diga algo...
Las personas que iban en el vagón me miraban, pendientes, de que hablase. Por fin conté lo que me ocurría: nadie me daba alojamiento en el primer pueblo al que iba como maestra. ¿Y qué pueblo es? preguntó aquel señor. Cubillo de Ojeda. Abrió los ojos divertido mientras decía: ¡Pero qué casualidad! Ahí tengo un buen amigo, Hipólito. Y que yo sepa, desde siempre hospedó a las maestras.
Sí, añadí, pero a mí no me quiere... Fue entonces cuando supe que la maestra anterior una buena persona; se había enamorado de un muchacho, transportista de carbón. Los jóvenes del pueblo debieron pensar que para casarse con alguien sin estudios allí estaban ellos altos, fuertes y con posibles, llámese tierra o dineros. Las cosas se complicaron. Hipólito quedó harto y no quiso acogerme.
Eran tiempos en los que la bondad ocupaba el corazón de las personas. El señor me dijo: "No llevo aquí ninguna tarjeta, venga usted a mi casa y le daré una para mi amigo. Seguro que la acepta encantado. Además, añadió, tiene dos hijas de poco más o menos su edad y verá qué bien se lleva con ellas". Dicen que la cara es el espejo del alma. No sé si en estos tiempos y en las mismas circunstancias, hubiera dudado. Entonces, no lo hice y fui con el señor desconocido para mí, confiadamente. Aún recuerdo la casa. Estaba en la Calle Cantarranas, cerca del Teatro Calderón de la Barca. Las paredes de la escalera, cubiertas con azulejos tipo árabe y el suelo de madera. Recuerdo el olor. La esposa, encantadora, me invitó a comer. Su esposo me entregó la tarjeta con unas líneas para su amigo y, tranquilizándome, me dijo que fuera a Cubillo.
Al día siguiente, de nuevo con mi maleta, volví a Cubillo. Recordé a Claudia Cardinale tan hermosa en aquella película. Hipólito me aceptó. Pilar y Encarnita fueron mis amigas y noches hubo en las que ellas cosían y yo preparaba mis patrones del Curso de modista "Eva por correspondencia" cuyo título me saqué, acabamos durmiendo las tres en la trébede, aprovechando el calorcito.