Revista Cultura y Ocio
Por Mauricio Koch (*)
No era por el olor. Papá insistía, pero yo sabía que no era por el olor. Una vez más, él volvía a contar la historia de ese amigo suyo al que le había pasado lo mismo y probó de todo: dejarlo al sol, desodorantes, colonias, incienso, pero el olor no se iba del colchón, seguía ahí. Por un momento da la impresión de no estar más, hasta deja de sentirse, le había dicho el amigo; pero pasado un rato, a veces al otro día, vuelve, y como fortalecido, como si se hubiera alimentado de los otros olores.
Yo me mantenía aparte, pero todo el tiempo estaba atento a él. Lo miraba. Lo escuchaba. Si decidía salir al patio, me acercaba a la ventana y lo veía caminar hasta la galería. Llegaba, se apoyaba en una columna y se quedaba un rato ahí, inmóvil y ausente. Era el único momento en que podía estar solo. Cuando volvía, enseguida alguien se le acercaba, quizás algún recién llegado, a saludarlo, a preguntarle cómo había sido. Y papá entonces hablaba otra vez de los últimos instantes, de su desesperación, de la locura, sin descuidar detalles.
Así fueron los dos días. La casa llena; amigos, familiares y vecinos, todos desconcertados por la noticia. Y también otros, caras que no recordaba o que probablemente no había visto nunca, se acercaban a abrazarme, lloraban, me decían cualquier cosa que necesites, no lo dudes.
Salvo esos minutos en el patio, papá no tenía descanso. Mis tías lo convencieron de que durmiera unas horas en un sillón. A la cama no quiso acercarse: el colchón tiene olor, decía; lo voy a tirar, ya lo decidí.
Pero yo sabía que no era por el olor. Si hubiese sido por eso quizás le habría insistido para que lo dejara al sol una semana, dos, lo que hiciera falta: tarde o temprano el olor se iría. Era lógico. Cuando los chicos se hacen pis en la cama, después de ventilar el colchón queda la mancha, sí, pero nada de olor. Y en este caso no había mancha. También pensé en decirle que lo guardara para mí, que tenía planeado comprarme una cama grande. Qué sé yo cuántas cosas se me ocurrieron mientras lo escuchaba de lejos. Pero no abrí la boca. No le discutí ni me opuse a una sola de sus palabras en esos días. Si él, a fuerza de repetirlo quería convencerse de que era así, estaba en todo su derecho y no iba a ser yo el que lo contradijera.
De cualquier manera, sabía que en algún momento el tío Jorge sí le iba a decir algo. Su hermano mayor. Estaba seguro porque siempre es así. Son unidos, se quieren, pero la forma que tienen de mostrar ese afecto es discutiendo cada vez que se ven. No hay reunión familiar en la que no terminen a los gritos. Aunque esta vez no los hubo, el tío no se calló. No tirés el colchón, le dijo, yo te puedo prestar uno, usalo el tiempo que quieras pero no tirés el otro; es muy reciente, por eso pensás así, con los días se te va a pasar y si lo tirás te vas a arrepentir. Papá dijo no, de ninguna manera, ya lo decidí. Me pareció que mi tío había comprendido que era inútil insistir. Entonces regalalo, dijo de pronto, a alguien le puede venir bien. Papá empezó a hacer esos gestos que le salen cuando se pone nervioso. Tuve miedo de su reacción y me acerqué más, por las dudas. Él se tomó su tiempo, luego fijó la mirada en los ojos de mi tío y volvió a decir no. El tío Jorge no dijo más nada, salió al patio y lo dejó solo.
Yo también empezaba a alejarme, cuando papá me llamó. Andrés, dijo con la voz impostada que usa cuando va a dar una orden. Lo miré. Sacá la camioneta, dijo. Sí, papá.
Mientras maniobraba para estacionar entre dos autos, vi salir a papá de la casa con el colchón. Mi tío Jorge lo ayudó a sacarlo hasta la vereda. Ahora te traigo el kerosén, me dijo papá. Antes de salir, me preguntó si allá iba a poder arreglarme solo. Sí, no te preocupes, le contesté.
El basural está en las afueras del pueblo. Hacía muchos años que no iba. Cuando era chico, papá cada tanto me pedía que lo acompañara a tirar algún mueble viejo o bolsas con las ramas de la poda de otoño. Queda justo en una loma, por el camino que lleva a la aguada de las garzas. No recordaba aquella vista que, más allá del basural, da probablemente la mejor panorámica de la zona.
Antes de llegar al fin de la cuesta, vi el cementerio. Estaba lejos, quizás una legua a mano izquierda, pero el día estaba despejado y el blanco de las tumbas reverberaba en medio de un paisaje de campos grises, aún sin sembrar.
Estacioné. Prendí un cigarrillo y me quedé ahí sin pensar ni reparar en nada concreto, como suspendido. Cuando reaccioné, vi que el cigarrillo se había consumido solo. Tiré la colilla y bajé.
Al intentar sacar el colchón de la caja me di cuenta de que no sería fácil cargarlo. Pero tenía que hacerlo, así que lo levanté, me lo puse sobre la cabeza, lo sostuve como pude y caminé hacia uno de los pozos.
Cuando llegué, acomodé el colchón al borde del pozo con la idea de empujar los restos ahí una vez terminado el fuego, y volví a la camioneta a buscar el bidón.
Me aseguré bien de empapar el colchón con kerosén. No quería saber nada de tener que luchar para encender ese fuego. Arrimé la llama del encendedor, vi que el fuego empezaba a correr y me alejé.
No subí a la camioneta. Me quedé apoyado en la caja mientras me limpiaba las zapatillas en el paragolpes. Trataba de no mirar, pero eso no cambiaba nada: sabía que allá, a la izquierda, casi en el horizonte, estaba el cementerio donde habíamos dejado a mamá la tarde anterior, sola, ella que se asustaba cuando se cortaba la luz, la habíamos dejado ahí, encerrada en un nicho angosto y oscuro. Me llegó una ráfaga de humo: atrás, a unos pasos, estaba la historia de mis padres, quemándose.
Me quedé hasta el final. Cuando puse en marcha la camioneta, al borde del pozo sólo quedaban cenizas, unos restos humeantes de cenizas.
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(*) Mauricio Koch (Villa Ballester, 1974) Creció en Hernández, Entre Ríos. Desde 2010 trabaja en Editorial Atlántida como corrector de textos. Su cuento Cenizas fue premiado en el Concurso de cuentos Haroldo Conti. Su libro de cuentos El lugar de las despedidas (La Parte Maldita, 2014) recibió el 2° Premio en el Concurso Nacional de Narrativa Eugenio Cambaceres, organizado por la Biblioteca Nacional. En 2016 publicó Cuadernos de crianza (Paidós), un diario íntimo sobre la relación con su hija, Gretel. Coordina el ciclo de lectura Bienvenido, Bob. En 2017, la Editorial Conejos publicó Los silencios, su primera novela.
"Cenizas" forma parte de su libro El lugar de las despedidas (La Parte Maldita, 2014). Se publica en #LaAquateca con permiso del autor.🌸