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Por Roberto Montaña (*)
Las sábanas se pliegan violentamente, provocando una brisa que balancea durante unos segundos el colgante del techo de chapa. Los pies buscan el calor de las medias que habían pasado la noche debajo de la almohada. Cuando bajan de la cama tropiezan y la boca putea en voz baja, porque no quiere despertar el llanto. Saca la cuna del paso y la deja frente al armario. Mientras tanto, en la cocina, hay un par de zapatos desgastados por el peso del otro cuerpo que habita la casa. Se arrastran por el piso siguiendo una rutina que repiten a diario. La hornalla se enciende y las llamas iluminan la pava tiznada. Lava el mate bajo un chorro de agua helada. Después viene el primer cigarrillo. Y esperar a que el hervor rompa el silencio de la mañana.
La tormenta ya estaba lista en el horizonte y el viento la empuja hacia la casa. El armario lo sabe y se apura para dejar salir una calza y una remera agujereada, adentro se insinúan otras cosas que poco a poco fueron ganando el lugar que estaba reservado para la ropa: dos baldes de albañil, un ventilador desarmado, el motor de la heladera, una maza y, encima del techo, en un alarde de equilibrio, varias cajas con las cerámicas que la cocina espera desde hace años. Ninguna se mueve de su lugar, ninguna responde a la mano que quiere cerrar la puerta a la fuerza. Solo la bisagra se rebela, y salta arrancando la astilla que va definiendo las cosas. En la cocina la silla se entrega al cuerpo, fofo, lampiño, que sorbe un mate tras otro. Escucha los pasos que se acercan desde el dormitorio y los recibe con desprecio. Los pasos siguen de largo y se plantan delante de la pileta donde se amontonan los platos sucios. La cara arrugada soporta el agua fría de la canilla y no se seca de pura rabia. Desde el bolsillo del pantalón unas monedas se ofrecen sobre la mesa. La bolsa de los mandados encuentra una mano, mientras la otra recoge el dinero y sale, altiva, hacia la calle. A la radio que está sobre la heladera no se le ocurre mejor cosa que anunciar mal tiempo.
El cigarrillo termina de consumir su bronca cotidiana, cuando los pasos vuelven del almacén. Con un golpe seco sobre la mesa el cuerpo quiere marcar territorio, pero en vez de amedrentar le responden con un furioso reclamo. No hace falta nada más para que restos de saliva y yerba comiencen a llover sobre la mesa. Poco tiempo después el mantel que ahora la cubre descansará en paz sobre el piso del dormitorio, pero ahora no, ahora es tiempo de las gargantas enrojecidas, de los ojos inyectados, de la escoba que desparrama polvo en vez de juntarlo; de los dedos que señalan el cielo como si buscaran una explicación para lo que todavía no ha pasado.
Desde el dormitorio despierta el llanto. Pero en la cocina hay tanto grito que nadie lo escucha. El gato deja su rincón y camina hasta la cuna. Olfatea el aire y salta sobre la cama revuelta. Mueve la cola mientras mira el colgante del techo, que ahora da vueltas como si tuviera voluntad propia.
El mate se enfrió de tanto dibujar argumentos en el aire. De pronto se cansa y cruza, furioso, el cielo de la cocina. Se hace pedazos contra la alacena, que tampoco sale ilesa del asunto. La cabeza que lo esquivó ordena a las manos empuñar el cuchillo que anoche sirvió para cortar la carne de la cena. Pero no pasa de las amenazas previsibles. Ni siquiera se anima, al menos, a apuntar al pecho que ahora se golpea a sí mismo con arrebato pendenciero. La leche se derrama sobre la hornalla y apaga el fuego. La mamadera espera en vano, junto a la pava que deja oír un silbido agudo como un lamento.
Cuando la silla cae al piso ya nada vuelve a ser como era antes. Las zapatillas escapan al dormitorio, seguidas de cerca por los zapatos desgastados. Un rayo estalla con furia, y el susto condimenta la ira. El armario empieza a hacer su trabajo, cortando el paso, fastidiando con la puerta desvencijada que se abre una y otra vez. Para colmo la lluvia entra por la ventana, salpica los muebles y vuelve resbaloso el piso de cerámica. La persiana también colabora y se niega a bajar. La insultan, cada vez con más fuerza mientras el brazo tira de la correa como si quisiera arrancarla de cuajo. Entonces cede, porque sabe que no tiene que ser el centro de la escena, sino ayudar a que todo siga el curso de los acontecimientos.
La funda de la almohada recibe las primeras lágrimas del día. No logra conmover a la foto, que de todas maneras deja el clavo de la pared y se estrella contra el piso, desparramando sonrisas y vidrios por todo el dormitorio. La lámpara decide improvisar. Titila, expulsando una luminosidad inédita, o se apaga unos instantes y al volver arroja chorros de luz que encandilan los ojos ciegos de furia. Los rayos caen cada vez más cerca y asustan a los muebles en cada trueno. No hace falta nada más. El cinto sale del pantalón y empieza a golpear a la espalda indefensa. Los gritos alimentan las ganas y la caja de música, regalo de casamiento, aprovecha el descuido y descarga todo el peso de su melodía sobre la frente desprevenida. La lámpara por fin estalla y todo se vuelve oscuro. Los muebles se cruzan delante de los pasos frenéticos que buscan venganza. La furia rebota contra las paredes, contra el techo de chapa. La sangre dibuja una araña sobre la cara desencajada. Hasta un zapato deja el pie para que un vidrio se clave sobre el talón desnudo e indefenso.
El armario vuelve a abrir su puerta por última vez esa mañana, y al fin recibe el golpe que estuvo esperando hace tanto tiempo. La pata se quiebra, el peso lo vence, y aún así se balancea como si no estuviera decidido. Pero las cosas que guarda dentro no dudan en salir de su letargo y empujan con fuerza hacia adelante, hacia el lugar convenido, hacia el llanto en la cuna que calla para siempre.
(*) Roberto Motaña
(Montevideo, 1963)
Es licenciado en Filosofía. Se ha formado en narrativa en los talleres de Beatriz Sarlo y Ricardo Piglia. Desde 2010 forma parte del grupo de talleristas del escritor Vicente Battista. Sus cuentos han sido publicados en diferentes antologías y revistas. Su primera novela, Washington, fue distinguida por el Fondo Nacional de las Artes y publicada por la editorial Simurg. En 2016 publicó el libro de cuentos Los otros hijos bajo el sello Zona Borde. Actualmente, coordina el Taller Literario de la Biblioteca Popular Victoria Ocampo de la ciudad de Ranelagh.
"Cosas que pasan" forma parte del libro de cuentos Los otros hijos (Zona Borde, 2016). Se publica en #LaAquateca con autorización del autor.✿