En muchos hogares era ya tradición poner el árbol o el belén durante el puente de primeros de diciembre, así que los padres de Inma acordaron que esa costumbre tuviera en su casa una mayor razón de ser.
Cada año, cuando llegaba el día de su santo, la niña era la encargada de decorar con bolas y cintas un árbol que, al igual que ella, iba creciendo y cambiando. Todos los adornos le parecían preciosos y los colgaba con mimo, aunque lo que le gustaba de verdad era colocar las luces entre el frondoso verdor.
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A todos les enternecía aquella imagen de la niña, sentada frente a la humilde pero brillante obra que ella misma creaba con tanta ilusión.
Aquel año, sin embargo, las cosas no podrían ser como otros. Hacía tiempo que sus padres habían perdido sus trabajos y en casa no se debía hacer ningún gasto de más. Del mismo modo que las preocupaciones no se marchan de la mente, las facturas se apilaban sobre una mesa y tampoco desaparecían de ella. La niña sabía que tenían que prescindir de muchas cosas, incluso del calor de la calefacción.
A pesar de todo, cada tarde sus papás cogían a Inma de la mano y la conducían junto al abeto que también este año ella misma había engalanado. “Vamos, cariño, enciéndelo”. Entonces, la pequeña, tras hallar igualmente en sus gestos ese consentimiento, pulsaba el interruptor y su rostro se iluminaba como un sol.
Aquel era el momento del día en que los mayores se evadían de tanta angustia y, acurrucados bajo una gruesa manta, gozaban al observar aquellos ojos encandilados.
Su hija, tras un momento que a cualquiera le habría parecido muy breve pues, de hecho, lo era, apretaba de nuevo el botón. "Ya está, ¡ha sido increíble!"
Y en la recién recobrada penumbra, Inma se abalanzaba sobre sus padres y los estrujaba en un cálido abrazo.