Marissa Strniste @Flickr.com
– A ver, Jaimín, que son muchas cosas. ¿Encargaste el cordero?
– Sí.
– ¿Y la tarta?
– Sí.
– ¿De merengue?
– Que siiiiiii…
– ¿Quedaste de recoger a tu tío Paco?
– Maldita la gracia que me hace, pero sí. Anda, no seas pesada y vamos a empezar ya con la mesa.
Cinco minutos de silencio siguieron a aquel diálogo, con el que murió la tarde en casa de los Chávez Molina. Por ser decembrina, aquellos cinco minutos bastaron para rematar al ocaso, de forma que entre los primeros vasos y los últimos doña Elsa se vio obligada a encender la araña de bronce y sevres. Un tintineo de vidrio plomado por aquí y un entrechoque de cubiertos por allá fueron los únicos registros sonoros de aquella operación, que no por ser esporádica resultó menos eficaz.
Con orgullo poco disimulado, la anfitriona se ajustó las gafas sobre la nariz y sonrió beatíficamente desde el extremo largo de la mesa.
– ¡Parece que por fin esto va cogiendo forma!
– Como siempre. Todos los años igual. Te preocupas demasiado.
– Puede ser, puede ser. En cualquier caso pon las servilletas, que es lo único que falta… ¿Porque te habrás acordado de las servilletas, verdad?
– Claro que sí, mamá. Las puse en esa gaveta.
– ¿Esta de aquí?
– Sí, esa misma.
– Bueno, pues entonces pon a enfriar el vino, que yo me ocupo.
Girando la cara para disimular la sonrisa, Jaime enfiló el pasillo. Cuando se supo protegido por la penumbra, se detuvo en seco y pegó la espalda contra la pared. Al escuchar el crujido de las bisagras de la cómoda, contuvo la respiración y empezó a contar mentalmente, anticipando el alboroto: “Uno, dos, tres y…”.
– ¡Jaime Javieeeeeeer! -bramó doña Elsa, en el momento exacto de la pausa- Ven un momento, haz el favor.
– ¡Voy! -exclamó el aludido, reprimiendo una carcajada sorda- Dime.
– ¿Qué clase de broma es esta?
– No entiendo.
– No te pases de listo, que soy tu madre. Las servilletas.
– ¿Qué les pasa?
– Pues que no son las de todos los años.
– ¿Cómo que no, si las compré donde mismo?
– Pero es que son… Son… Tú sabes.
– ¿Qué, mamá? ¿Son qué?
– ¿Me vas a decir que no te has dado cuenta? ¡Son moradas!
– ¿Y? No sé, pensé que este año podíamos cambiar el color. Además, así hacen juego con las flores de las cortinas.
– Mira Jaime Javier, que te conozco. Azules han sido otras veces y azules quiero que vuelvan a ser.
– Mamá, por favor.
– Ni por favor ni leches. Vete a que te las cambien ahora mismo.
– Tic, tac, tic, tac. En cuatro años el poder será nuestro.
– No me provoques, que cuando me caliento soy peor que tu padre. Y aféitate esas greñas, por el amor de Dios.
Aquella Nochebuena de 2015, sobra decirlo, fue la última que vivió la araña de bronce y sevres. El rafraichisseur de porcelana y cuatro de las copas de vidrio plomado tampoco vieron llegar el nuevo año.