La descubrió una asistenta social, arropada entre las sábanas mugrientas de una cama enorme. La habitación estaba a oscuras; las ventanas bajadas, las cortinas corridas. Si la niña no se hubiera movido, quizá nada de lo que os voy a contar hubiera sucedido; pero el azar vino a aliarse con la fortuna. La asistenta fue a la casa a realizar una de sus visitas rutinarias, alertada por los vecinos. Al parecer, La gambita -así la conocían por el barrio, quizá por tu talle escuchimizado o por su bigote lampiño- la había vuelto a armar. Los vecinos, quizá hartos ya de más de una, llamaron a los servicios sociales, alertando que en esa casa se cocía algo sucio, pero sin dar más detalles.
La asistenta llamó a la puerta, al principio con discreción, quizá deseando que no hubiese nadie. Insistió y por fin alguien abrió la puerta. Era una mujer enjuta, más que anciana, erosionada por los palos de la vida; vestía una bata y unas zapatillas. Su pelo estaba sucio, pegado al cráneo como el alquitrán al asfalto. Fumaba un cigarrillo que sostenía con desgana entre sus labios. Al abrir miró a ninguna parte y gritó a la asistenta: «¿Qué quieres». La asistente, escaldada ya por el escepticismo de la profesión, exigió a la anciana examinar la vivienda. De lo contrario -la amenazó-, debería dar parte a la policía y la cosa se podría poner fea. La anciana ni se inmutó; callada, miró a la asistenta y se metió en la casa, dejando la puerta entreabierta. La asistenta entró, intrigada por la actitud complaciente de la anciana. La casa era más una caverna que una vivienda. No entraba la luz por ninguna ventana. Al principio, le costó aclimatar sus ojos a la oscuridad. Pero lo que más le impresionó es el olor pestilente que emanaba el aire, mezcla de moho, heces y comida podrida. Al fondo, distinguió dos puertas; una de ellas daba al baño. La otra estaba cerrada. La asistenta intentó abrirla, pero La gambita se empotró delante de la puerta, impidiéndole el paso. La asistenta insistió. La anciana parecía drogada; sus ojos miraban al suelo, aún con el cigarrillo entre los labios, pero no opuso resistencia cuando la asistenta insistió en entrar. La habitación estaba a oscuras; al fondo se adivinaba lo que parecía una ventana con una persiana medio rota y bajada. La asistenta se acercó para abrirla, tropezando en el camino con el borde de una cama. El ruido hizo que algo o alguien se moviera dentro de la cama. La asistenta tuvo una sensación entre inquietud y vergüenza, pero impulsada quizá por las circunstancias decidió continuar y subir la persiana. Al hacerlo, la habitación se iluminó, mostrando una cama revuelta pero sin nadie dentro. No podía evitar taparse la nariz de vez en cuando. La anciana, al fondo, apoyada sobre una pared, parecía ausente. La asistenta inspeccionó con la vista la habitación, resumible en una cómoda minúscula y un armario sin puertas. Había ropa tirada por todas partes. Las paredes de la habitación tenían un papel pintado descorchado y roído por la humedad.
Cuando la asistenta se disponía a salir de la habitación, oyó en dirección a la cama un tímido gemido. Levantó las sábanas -no sin cierto escrúpulo- y descubrió debajo el cuerpo de un bebé vestido tan solo con un pañal. El bebé apenas se movía; de no ser porque tenía los ojos abiertos, quizá se hubiera dicho que estaba dormido. Lo tomó entre sus brazos. Al hacerlo, percibió un fuerte olor a heces. Cuando llevó el bebé al centro de salud, descubrió que el pañal llevaba quizá varios días en su cuerpo; las heces, resecas, habían agrietado su culito, produciéndole graves ampollas. Pero lo más preocupante fue descubrir que la niña estaba medio ciega y que presentaba un alarmante cuadro de desnutrición. Las pesquisas posteriores descubrieron que La gambita no era la madre, ni siquiera un familiar. En su juventud, la anciana había sido prostituta. Con la jubilación, el resto de compañeras utilizaban a La gambita de madre de alquiler cuando se quedaban preñadas. La anciana, medio ciega y drogadicta, dejada a la niña en la cama todo el día, sin salir, con las persianas bajadas y casi sin comer.
Me enteré de esta historia por mi amigo Eduardo, un tipo corpulento, de dos metros de altitud, bonachón y poco hablador. Era voluntario en una oenegé del barrio y le propusieron una sencilla tarea: sacar a pasear y jugar con la pequeña, que ya estaba repuesta de su malnutrición, pero aún le molestaba la luz. Llevaba siempre una gorrita con visera. Un día me encontré a los dos dando un paseo y Eduardo me contó la historia. Al acercarme a la niña, me sorprendió un hecho en principio inapreciable: nunca sonreía. Normalmente los bebés suelen sonreír, reír y hacer aspavientos con los brazos. Esta niña casi no se movía y nunca sonreía.
Pasó un año después de volver a ver a mi amigo Eduardo. Me dejó tan impresionado la historia de la niña que le pregunté por ella. Me contó que siguió unos meses más, dando paseos y estimulándola con juguetes y carantoñas. «¿Sonrió por fin?», le pregunté. Eduardo asintió, con cara de satisfacción. Aún recuerdo su rostro.
Ramón Besonías Román