Jossou estaba harto de malvivir trabajando como carpintero en su pequeño pueblo de las cercanías de Dakkar. Además, Mariama, su joven esposa, estaba embarazada. A sus cincuenta años, Jossou iba a verse de nuevo responsable de la manutención de un niño pequeño.
Ya había pasado por eso, pero entonces era más joven. De los tres hijos que había tenido con su anterior esposa uno había muerto de cólera antes de cumplir veinte años; el otro vivía en la ciudad, y tenía su propia familia, de cuyo bienestar preocuparse. El tercero, una niña, no había sobrevivido al parto. Ni ella ni su madre. Poco era, pues, lo que retenía a Jossou. Tomó entonces una determinación, y aquella misma noche se la comunicó a Mariama.
—Iremos a Europa, a buscar trabajo. Un amigo me ha dado el nombre de un marroquí que puede hacernos pasar el Estrecho.
—Pero Jossou—respondió Mariama— pronto empezará el invierno. Y a mí me quedan apenas dos meses para parir ¿No sería mejor esperar a que el tiempo sea más benévolo y el niño lo bastante fuerte como para soportar el viaje?
—Todo lo contrario, es mejor que lo hagamos ahora—respondió Jossou—Casi todo el mundo que quiere emigrar lo hace en primavera o en verano. Por eso ahora los guardias de las fronteras estarán más relajados, porque no esperan a nadie. En cuanto al niño, quiero que para cuando nazca ya estemos allí; así nacerá europeo.
El marroquí pedía, por hacerles pasar el estrecho, 40.000 rands sudafricanos, o su equivalente en euros o en dírhams. Jossou y Mariama juntaron todos sus ahorros, vendieron todas sus pertenencias de algún valor y pidieron prestado a sus familiares, hasta juntar esa cantidad y un poco más para el viaje, que efectuaron a pie. A pie atravesaron Mauritania, el Sáhara Occidental y Marruecos, hasta llegar a la ciudad de Tánger, donde debían encontrarse con el marroquí. Éste era un hombre mayor, casi un anciano, que cuando recibió a Jossou iba vestido con una chilaba tradicional y tomaba el té sentado a una mesa de un bar en el malecón del puerto. El día era claro, y al otro lado de las aguas se veía flotar, sobre la línea del horizonte, una gran sombra violácea, como el vislumbre de una tierra mítica mencionada en una leyenda tradicional, o entrevista en un sueño. La tierra de la esperanza.
El marroquí no invitó a Jossou a té. Tan sólo le pidió el dinero. Jossou le entregó el fajo de billetes arrugados que había llevado escondido en sus calzoncillos durante todo el viaje. El marroquí contó los billetes, hizo desaparecer el fajo entre los pliegues de su chilaba y avisó con un gesto a otro marroquí, más joven y mejor vestido —pantalones vaqueros nuevos, una sudadera Nike blanca, unas Reebok impolutas, gafas de sol Ray-Ban y varias joyas de oro adornando su cuello, sus muñecas y sus dedos— quien, sin decir palabra, se llevó a Jossou, a empujones, hasta un automóvil aparcado allí cerca. Y en él marcharon, acompañados de otro joven árabe tocado con una gorra de béisbol de los Red Sox y vestido con un chándal púrpura de rapero; por la cinturilla elástica del pantalón del chándal asomaba la empuñadura de una pistola automática niquelada.
Los dos jóvenes árabes les llevaron, a él y a Mariama, a la que habían recogido por el camino, hasta una zona arbolada de la costa, apartada de la ciudad, donde un grupo de hombres jóvenes, y algunas mujeres, habían improvisado un pequeño campamento. Allí les hicieron apearse y se fueron sin despedirse.
En el campamento fueron mucho más amigables. De hecho, les recibieron muy bien. Lo formaban treinta y dos individuos de muchas nacionalidades: allí había guineanos, malineses, somalíes, senegaleses, chadianos, cameruneses y congoleños. Entenderse era un poco difícil, porque aquello era una torre de Babel, pero con el francés se conseguía, más o menos. El que ejercía de improvisado jefe, un etíope muy alto y delgado que, según dijo, en su país de origen había sido maestro de escuela, tras darles formalmente la bienvenida les mostró el plan de fuga: una patera bastante desvencijada, embarrancada en un arenal cercano.
“¿Con eso pretenden los árabes que atravesemos el estrecho?” exclamó Jossou, descorazonado, al ver aquel frágil y mal conservado cascarón de nuez. El etíope, que se llamaba Meles, le explicó que eso mismo había dicho él cuando lo vio por primera vez. Él había venido acompañado de un grupo de diez, el primer grupo en formar aquel campamento, y al ver su enfado y que les sobrepasaban mucho en número los árabes se habían asustado, y, para calmarlos, prometieron proporcionarles medios para arreglar el esquife. Allí estaban los medios, junto a la barca y sobre la arena: dos martillos, una sierra, unas tablas y un poco de estopa de cáñamo y brea para calafatear. Los árabes también les habían dejado una brújula, para poder orientarse una vez se hicieran a la mar. Llevaban varios días allí acampados, intentando arreglar la barca, pero su falta de experiencia en ese tipo de trabajos hacía que fueran despacio. “Bueno” dijo Jossou entonces, “pues tenemos suerte de que yo sea carpintero”. Meles sonrió al oírle. Una sonrisa amplia y blanca, refulgente, que refulgía aún más por contraste con su rostro, de un color negro bruñido y profundo, un color negro casi perfecto. Era una sonrisa de alegría que también transmitía un poco de tristeza, como es propio de la sonrisa de un hombre con pocos motivos para sonreír. “Es la primera buena noticia que recibo en mucho tiempo”, dijo.
Gracias a la habilidad profesional de Jossou, la patera pronto estuvo restaurada y en buenas condiciones de flotabilidad. Era más bien pequeña para tanta gente, pero el maestro etíope hizo sus cálculos y determinó que, con un poco de habilidad y no pocas estrecheces, podían embutir allí treinta y cuatro personas y dos bidones de plástico llenos de agua. En reconocimiento al mérito de Jossou en su reconstrucción, a Mariama se le reservaría el mejor lugar y el más resguardado, en el centro, sobre la quilla. Mariama lo agradeció, porque intuía el parto ya próximo y sabía que debía procurar estar lo más cómoda posible.
Y así, una noche en que el frío del recién estrenado invierno ya se hacía sentir pero aún no demasiado, y la luna llena iluminaba la oscuridad pero no lo suficiente como para hacerles visibles a los ojos de los guardacostas, los treinta y cuatro se hicieron a la mar. Mariama iba en el centro, junto a los bidones de agua, junto a su marido, y Meles en la proa, con la brújula en la mano y la vista fija en el horizonte, donde se distinguían, débiles y lejanas, las luces de la costa española.
Las primeras horas fueron de frío, incomodidad y tedio, mucho tedio. Los hombres se iban turnando en los remos. Las luces de la costa española parecían no crecer, parecían estar siempre allí, sobre el horizonte, pequeñas e inalcanzables. En cambio, a la costa marroquí hacía tiempo que se la habían tragado las tinieblas. Alrededor de la patera no había nada, nada en absoluto, salvo la superficie monótona y plana, apenas rizada, de un agua negra como la tinta.
Y entonces, de pronto, empezó a soplar el viento. Y los rizos sobre el agua se convirtieron en riscos, haciendo saltar el frágil cascarón de un lado a otro, pasándoselo como los niños se pasan el balón jugando al fútbol. Varios de los tripulantes cayeron al agua, Jossou y Mariama no sabían decir cuántos, porque la lluvia que había venido acompañando al viento les azotaba en la cara con sus agujas líquidas y no les dejaba ver bien. De los que caían tan sólo oían sus gritos al perder pie, seguidos del chapoteo que producía el agua al recibirlos, y nada más. La oscuridad los engullía, y el frío del agua los callaba pronto; la hipotermia sobrevenía en seguida, convirtiéndolos en cadáveres rígidos como leños que alguna vez, en algún momento del futuro, el agua arrojaría a alguna playa.
Entonces, las luces de la tierra mítica empezaron a agrandarse. Jossou podía verlas por entre el agua que le chorreaba por los ojos, tumbado encima de Mariama, que a su vez estaba tumbada sobre la cubierta, en el fondo de la patera. Ya nadie manejaba los remos, pues las olas los habían arrancado de las manos de los remeros, y ya nadie pilotaba la nave, pues las olas habían arrancado al maestro etíope y a su brújula de su puesto en la proa. Pero a pesar de ello la nave se acercaba a la costa a bandazos y a toda velocidad, impelida por los empujones de las olas, impelida por el viento. De pronto, la patera chocó contra un pequeño farallón, desmenuzándose. Jossou, al sumergirse en el agua, sintió el frío como un mordisco que le clavara los dientes en todo el cuerpo a la vez, y luego como un entumecimiento que le iba agarrotando los miembros. Luchando contra ese agarrotamiento, agarró a Mariama y nadó como pudo (mal, pues nunca había sido un buen nadador) hacia donde creía que estaba la costa. Cerca, intuía. Por entre la lluvia distinguió una luz suspendida en el aire, y hacia esa luz nadó, tirando de Mariama, hasta que de pronto notó un firme suelo de arena bajo los pies. Ayudó a Mariama a enderezarse y ambos caminaron hacia la luz. Unos hombres blancos con uniformes verdes de corte militar se acercaron a ellos corriendo y gritando órdenes que él no entendía. Miró la luz, y esa vez pudo distinguir con claridad su procedencia. Era el foco de un helicóptero pintado en el mismo tono de verde que los uniformes de aquellos hombres— ¿policías, militares?— que le vociferaban bruscas órdenes incomprensibles. El helicóptero sobrevolaba la playa a la que había llegado, barriéndola con la luz de su foco, revelándosela. Revelándole, también, las formas de unos oscuros bultos que la mar estaba vomitando sobre la arena: restos de la patera destrozada. Y algunos cadáveres.
Y entonces, Mariama profirió un chillido de dolor y rompió aguas.
La llevaron a una tienda de campaña que la Cruz Roja había montado, como improvisado centro asistencial, a pie de playa. Y allí, al calor que proporcionaba un generador eléctrico a gasoil al que los de la Cruz Roja llamaban “la mula”, Mariama dio a luz un niño, varón, de tres kilos doscientos gramos, sano en apariencia. Jossou se negó a separarse del lado de su mujer en ningún momento, a pesar de los requerimientos de los voluntarios de la Cruz Roja, a pesar de las amenazas de los policías, o soldados, con uniforme verde.
—¿Cómo le vais a llamar?—les preguntó uno de los de la Cruz Roja, que sabía francés.
—No lo sabemos aún—respondió Jossou. Hasta entonces había tenido la cabeza ocupada por preocupaciones más acuciantes que buscarle un nombre a un niño.
—Deberíais llamarle Jesús—dijo el de la Cruz Roja.
—¿Por qué?
—Porque esta noche es Nochebuena.
Un poco después, vinieron a ver a Jossou y a Mariama tres hombres venerables a quienes los de la Cruz Roja y los del uniforme verde trataban con deferencia y respeto. Habían venido en un gran automóvil, un 4x4 gris y reluciente, guiándose por la luz del helicóptero.
Uno era un médico español que se llamaba Melchor. Su especialidad era la pediatría y pertenecía a Médicos sin Fronteras. Examinó al niño y a la madre y diagnosticó su buen estado de salud, a pesar de las circunstancias.
Otro dijo llamarse Gaspar, y era un ingeniero informático de origen ecuatoriano que colaboraba con Cáritas. Les dio ropas, pañales y otros enseres que podían necesitar para el niño.
El tercero era un abogado guineano que se llamaba Baltasar. Les dijo que hacía trabajos voluntarios proporcionando ayuda legal a los inmigrantes africanos, y que se haría cargo de su caso.
Aunque unas semanas después, a pesar de los esfuerzos del abogado Baltasar, y tras haber pasado ese periodo de tiempo encerrados en un centro de detención de la Guardia Civil —Jossou había averiguado que así se llamaban los del uniforme verde— fueron deportados de vuelta a Senegal.
Feliz Navidad a todo el mundo.