Era el último día de escuela antes de las vacaciones de Navidad y a aquella hora de la mañana comenzaban a caer los primeros copos de nieve de la temporada en nuestro pueblo, todavía sin alcanzar grandes proporciones. Y, mientras a través de las ventanas, los escolares contemplábamos impávidos el fenómeno, nuestras mentes, aparte de correr tras los días de vacaciones, se nos disparaban ya en pos de los deseos de querer finalizar cuanto antes aquellas últimas horas para comenzar a deleitarnos con aquel elemento blanco que cubría ya las eras del pueblo.
Así que sólo nosotros supimos la alegría que nos recorrió el cuerpo cuando la maestra aquel día dio por finalizado el tiempo escolar y, tras unos apretados consejos de última hora, nos deseó a todos unas muy felices Fiestas de Navidad. Al instante siguiente andábamos ya jugando todos en la nieve, y mientras algunos de nosotros tratábamos de construir un pequeño muñeco de nieve con la pericia acostumbrada, otros se enzarzaron de pronto en una incruenta guerra con el único elemento de las bolas de nieve.
Cada uno a lo suyo, pero todos contentos por tener frente a nosotros aquel montón de días vacíos de obligaciones escolares, que pensábamos llenar de juegos y diversión a tope, así nevase, como si lloviese o se congelase el agua de los arroyos. Y en efecto, las precipitaciones de nieve siguieron algunos días más, lo que nos hacía presagiar unas vacaciones blancas de verdad en las calles y blancas en los campos.
Claro que, tanta nieve sobre los campos, nos produjo de pronto una preocupación. Y es que en esa situación no nos iba a ser posible el poder recoger en el campo el musgo necesario para poder decorar, como era habitual, el familiar Nacimiento que cada año se preparaba de manera tradicional en la iglesia, donde los chavales del pueblo teníamos encomendada esta tarea. Y preparando la estrategia para poder contar de alguna forma con este elemento tan imprescindible en el Belén, de pronto dos de los componentes del grupo, que no paraban de reír y mirarse entre ellos, nos comunicaron su pequeño secreto. Y era que, el día anterior a que llegase la nieve al pueblo, se les había ocurrido salir al campo y recoger en una gran cesta un montón de musgo con este fin, guardándolo convenientemente sin decir nada a nadie. Así que allí nos presentamos en la iglesia con nuestra cesta, ocultando bien su contenido; mientras las personas que estaban montando el Nacimiento no cesaban de preguntarse entre ellas que cómo iban a poder buscar aquel año los chavales el musgo, si los campos estaban todos cubiertos de nieve. Entendimos que aquel era nuestro momento y, colocada nuestra gran cesta en medio del grupo de personas, ante la sorpresa de todas ellas, uno de aquellos dos pequeños emprendedores de nuestro grupo, tras unos curiosos aspavientos con sus manos a modo de ceremonial mágico, quitó la tela que cubría la cesta y, por arte de magia, apareció en su mejor versión el musgo tan esperado para dar continuidad al montaje del Belén. Los allí reunidos no salían de su asombro y no cesaban de preguntarnos con insistencia que cómo lo habíamos conseguido, si todos los campos de los alrededores estaban cubiertos de nieve. Y así una y otra vez. Pero nosotros, haciendo "mutis por el foro", nos salimos de escena y abandonamos la iglesia sin revelar nuestro pequeño gran secreto.
Días después, cuando en la misa de Navidad todo el pueblo cantábamos el popular villancico, todos lo hacíamos esbozando una pequeña sonrisa, mientras imaginábamos ya nuestra próxima aventura.
"Oh Blanca Navidad, nieve, un blanco sueño y un cantar. Recordar tu infancia podrás, al llegar la Blanca Navidad";