Por José Luis Barrera
(Publicado originalmente en el blog La Rue Morgue, Quito, el 24 de agosto de 2015)
La mujer estaba sola aquella noche, su esposo había salido al mediodía, horas antes de que empezara la tempestad. El viento, el agua y el granizo azotaban los cristales de las ventanas.
Un golpe en la puerta principal hizo que se sobresaltara.
Luego, silencio.
— ¿Carlos? – dijo acercándose.
La única contestación fue un nuevo golpe. La mujer no iba a abrir, pero luego pensó que quizá su marido estaría empapándose fuera por culpa de su miedo. Tímidamente, quitó el cerrojo. En seguida un hombre entró empujándola.
No era Carlos.
El extraño echó seguro en la puerta y le dijo que no se asustara, que no quería nada de ella, solo refugiarse del frío hasta el amanecer. La mujer se quedó mirándolo boquiabierta.
Reaccionando, fue hasta la cocina y le trajo una botella de aguardiente y un vaso. El extraño se puso a beber. La mujer, entonces, le ofreció ropa seca.
Después de cambiarse, el hombre se puso a beber el resto del aguardiente.
Por fin, la tormenta se detuvo.
— Me van a matar, ¿sabe? – dijo él.
La mujer no hizo ningún comentario. Calentó la comida que había sobrado del almuerzo, sirviéndosela al extraño, quien la engullía sin disfrutarla, casi por compromiso.
De pronto, se puso de pie.
— ¿Oye eso?
Escucharon algo parecido al ruido que hace un enjambre de abejas. Ambos supieron que la visita no duraría hasta el amanecer.
— ¿Cómo se llama su libro? – dijo ella.
El extraño sonrió, esa mujer había comprendido todo. Sin decirle nada, salió de la casa y el enjambre de abejas se transformó en una turba de gente que gritaba enfurecida.
El brillo de una gran fogata alumbró la noche.
¿Hubo quejas? Si fue así, la mujer no pudo reconocerlas entre el ruido que hacía la turba, pero pensó que es correcto quemar a los escritores para evitar que sigan escribiendo libros.
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