Por Miguel Sardegna (*)
A los retoñosdel ginkgo, que hoy estallanen las cenizas
Ante la vista de su hija Mizuki, todavía sentada a la mesa, el viejo Ichiro se apoya en el bastón para levantarse. El brazo derecho le cuelga, inerte. Arrastrando los pies sale al jardín, como acostumbra después de cenar.
Pero algo ha cambiado esta noche, en que la primera plana del Mainichi Shinbun augura tiempos de bonanza económica a treinta años de la Rendición: Ichiro arrancó la hoja del diario y se la guardó entre los pliegues de su kimono. Hasta sus pasos resuenan diferentes esta vez, más cortos y tensos. El bastón imprime sobre el suave tatami una marca circular, un sello.
Ichiro baja el último escalón que da al jardín y, descalzo en el pasto húmedo, pasa delante de las pequeñas estatuas del bodhisattva Jizo. Llega hasta el rincón más alejado, el rincón de las ancestrales linternas de piedra. Debe soltar el bastón y liberar su mano buena para palpar la roca. Descubre en sus dedos cómo el musgo ha avanzado.
Oye el murmullo de la brisa, y una luciérnaga se posa en su mano. Siempre lo cautivaron esas luces parpadeantes, en armonía con el fulgor de las lámparas shintoístas. De niño, mientras otros jugaban en la calle y corrían y reían, él prefería la paz del jardín.
Ichiro vuelve sobre sus pasos, se deja caer por fin en el banco de bambú, sobre el almohadón que la costumbre ha ido amoldando a su cuerpo.
Busca en su kimono y saca la hoja del diario. En la foto, varios obreros con cascos blancos trabajan en la carcasa de un auto. Al fondo se distinguen grúas y máquinas de precisión, brazos mecánicos y estructuras gigantes. En su tiempo no había esas cosas. “Crece la exportación de autos a América”, lee. Levanta la vista una vez más hacia el rincón, no deja de pensar en las lámparas, plenas de luciérnagas, con sus efímeros destellos y un cric-cric que se oye incluso desde adentro, desde la mesa.
Mizuki aparta el jengibre de los últimos trozos de arroz con pollo. Ella y su marido permanecen un rato más delante de los restos de la cena, hablando del viejo Ichiro.
—¿Dije algo que lo molestó? —pregunta él, y se afloja el nudo de la corbata—. Solo traté de comentarle que este es uno de los mejores años desde el final de la Guerra.
—No —dice ella—, pero hay temas que no deben hablarse.
—Él vivió aquellos tiempos en los que todo se había perdido —insiste, bajando la vista—. Debería alegrarse por cómo nos recuperamos.
—No es eso —dice Mizuki—. Hoy… hoy es un nuevo aniversario.
Ambos callan.
Él le hace un gesto para que no se levante, y junta los platos. Ella se acaricia la panza, por un momento cree sentir que el niño se mueve. Ha esperado, ha rogado mucho por él. Se queda sentada en esa silla alta —cuánto más cómoda le resulta que el rústico tatami—, mientras su esposo recoge los cuencos, los palillos, la tetera vacía. En los últimos días se ha sentido cansada, respirando con esfuerzo.
Mizuki quiere entender a su padre, pero le molesta que se recluya afuera, siempre enredado en los mismos pensamientos. ¿Por qué no olvidará de una vez? No quiere, se resiste a hacerlo, pero ahora ella tampoco puede dejar de pensar en lo mismo que piensa su padre. En un destello se le aparece la imagen de ese día. Era muy pequeña entonces, pero le basta con recordar una sola cosa: ella miraba por la ventana, apenas habían pasado quince minutos de las ocho —8 horas, 15 minutos, 17 segundos, según recuerdan los libros—, y todo cambió para siempre. Recuerda el momento exacto en que… no, ella prefiere no formar en su cabeza las palabras que faltan. Prefiere el silencio, silencio igual al de la mañana aquella. Porque lo peor fue la quietud, la inmovilidad que siguió. Ni gritos de pena, ni de horror, ni de nada. Solo silencio. Como si las palabras que no se dejan pronunciar borraran el pasado.
Y de nuevo el cric-cric desde el jardín. Ichiro proyecta su sombra sobre la fachada.
El viejo Ichiro —que no le teme a las palabras— mira luciérnagas, las observa con muda concentración. Las cosas no fueron muy distintas cuando sucedió aquello que Mizuki no quiere pronunciar: ese 6 de agosto, Ichiro creyó ver luciérnagas dentro de su propia casa —en pleno día—, y trató de capturarlas en el aire. ¿Cuántas veces necesitó contarle la historia a Mizuki, de pequeña, en ese mismo jardín?
—Papá —le había dicho Mizuki, la última vez que habían hablado de ese tema—, ¿me cuentas la historia de Sadako?
Fue hace mucho, cuando a ella todavía le gustaba conversar en el jardín. Pero él no ha olvidado ningún detalle, nada, recuerda incluso las manitos de ella arrancando pequeñas matas de pasto.
—Mizuki, hermosa, mira —le dijo, y extendió un papel púrpura delante de sus ojos, sujetándolo bien de cada extremo, como si la tragedia de Sadako Sasaki se desplegara desde él en todo su horror.
¿Cuántas veces Mizuki revivió como propia la misma historia? Cada aniversario se sentaba a los pies de su padre. Cada 6 de agosto, en la estación de las luciérnagas, escuchaba cómo esa nena tan pequeña se había convertido en la heroína del Imperio; incluso en el Parque de la Paz se erigió un monumento en su honor.
Pero no era la entereza de Sadako lo que Mizuki más disfrutaba de esa ceremonia en el jardín. Esa tarde, ella había mirado maravillada una vez más a su papá: sin dejar de hablar, con una mano él estiraba el papel sobre su pierna, lo alisaba aunque no necesitaba ser alisado, y con la otra mano realizaba ya el primer pliegue.
Las manos se le cansaban rápido a Ichiro, ya entonces le costaba plegar el papel con la precisión que exigía el rito. Pero no se detuvo, dobló el papel diagonalmente en ambas direcciones. Luego lo giró y volvió a doblarlo, esta vez por la mitad, también hacia un lado y hacia el otro.
—Nueve años después de… —dijo Ichiro y dudó: elegía las palabras—, después de aquello, la pequeña Sadako empezó a sufrir los efectos de lo que, al principio, parecía una gripe. De un día para el otro le brotaron puntos negros, Mizuki. Ampollas —hizo una pausa—. Por todo el cuerpo. El torso, la cara… —Ichiro advirtió que Mizuki le miraba las manos. ¿Estaría observando las manchas? La imaginó adivinando hasta dónde llegaban debajo del kimono. Jamás le permitiría ver las quemaduras en su espalda, las costras que supuraban y nunca acababan de sanar. Que jamás sanarían.
—¿Cuántos años tenía esa nena, papá? —le preguntó Mizuki, sin dejar de mirar las manchas.
—Once años —dijo él, y se dio cuenta—: Tu misma edad.
—¿Y entonces qué pasó?
Ichiro siguió plegando el papel, cada vez más trabajosamente. Con la mano derecha sujetó la figura de la base, que ya revelaba su forma. En un último esfuerzo, tiró del cuello con la mano izquierda.
—Y un día alguien le habló a Sadako de las grullas de papel —retomó Mizuki ante el silencio de Ichiro—. ¿No es cierto, oto-san?
—Se le propuso el cumplimiento de un ritual —dijo Ichiro, y le tendió la figura incompleta—. Debía armar nada menos que mil grullas… y su deseo se cumpliría.
Mizuki sabía qué hacer con la figura incompleta que él acababa de entregarle: las últimas veces lo había ayudado, ejecutando ella misma el giro final, el más difícil. Tiró de las alas y las bajó… y la figura se pronunció majestuosa.
Una nueva grulla. Otra.
—¿Y a nosotros? —dijo, devolviéndosela—. ¿Nos faltan muchas para llegar a mil?
Él no contestó. En silencio admiró la elegancia del milagro que habían recreado juntos.
Mizuki le preguntó si le dolían las manos. Le dijo que no era justo.
—Oto-san, por culpa de esas manchas, ya no puedes plegar el papel.
—Mírate, Mizuki. En realidad, fuimos afortunados… Los dos. No lo olvides nunca —Ichiro levantó la vista de la grulla. Como muchas veces antes, recitó las palabras del relato—: Si Sadako hacía mil grullas como ésta, los dioses le concederían un deseo.
—Vivir su vida de antes —completó Mizuki.
Un llamado desde adentro de la casa sobresalta a Ichiro, lo obliga a volverse. Sigue con una mano extendida, tendiendo la hoja de diario a una Mizuki niña, que solo subsiste en su recuerdo. El brazo malo le cuelga, paralizado en un puño.
—¿Te preparo el futon para dormir? —dice la Mizuki de hoy, aquella que nunca volvió a escuchar los cuentos que le contaba su padre desde que supo que a Sadako la había consumido la leucemia. Aquella que piensa que todo eso no es más que algo del pasado. Algo muerto. Un cataclismo que conviene dejar atrás.
A Ichiro lo agobia la realidad. Tantea a los lados hasta que encuentra el bastón, entre el pasto.
—¿Lo preparo o no?
Él niega con la cabeza. Mira de nuevo las lámparas y las luciérnagas… pero no ve lámparas ni luciérnagas, sino chispas, muchas chispas. Ese día las sirenas antiaéreas habían sonado desde la madrugada. De nada sirvieron: ¿cómo protegerse de un viento que desgarra las caras de los hombres? Ellos vivían lejos del epicentro, aunque la onda expansiva se había colado hasta la casa. Epicentro, onda expansiva, palabras que había aprendido mucho tiempo después. Ichiro recuerda a Mizuki llorando en la ventana, cubriéndose los ojos. Le gritó que no se moviera, porque una viga se balanceaba encima de ella, a punto de caer. La habitación desbordaba de chispas —chispas que se encendían y se apagaban, como luciérnagas—, y el fuego se arrastraba por las paredes.
Con la constancia de un enemigo implacable, el pasado sigue socavando a Ichiro, lo inutiliza de a poco. El médico mismo le había dicho: “Puede irse a casa, aunque no le aseguro que no estará muerto en un par de días”. Ichiro no ha muerto, pero las cosas tampoco han mejorado. Muchos debieron enfrentar el mismo horror: sanos por años y, de pronto, la sangre enferma los ahogaba, como a Sadako.
En la soledad del jardín, el viejo Ichiro vuelve a hablar, sin nadie que quiera escucharlo:
—Sadako no llegó a las mil grullas. Sadako solo completó seiscientas cuarenta y cuatro grullas de papel cuando murió.
¿Cuántas había armado él? Todavía le faltaba. Le faltaba demasiado.
Con el brazo inútil aprieta la hoja del diario contra sus piernas. Mira hacia adentro de la casa, por encima del hombro: la mesa vacía, Mizuki ya se ha ido a acostar. Piensa en su nieto mientras hace el primer pliegue. Todo cobra sentido cuando piensa en su nieto. Sabe que debe doblar el papel por el medio exacto, pero no le preocupa ejecutar su tarea con imperfección. ¿Qué puede importar que una de las alas de la grulla quede torcida?
***
Miguel Sardegna en Hiroshima
(*) Miguel Sardegna(Buenos Aires, 1978)
Es abogado, docente universitario y jugador de ajedrez. Publicó el libro de cuentos Horario de oficina, en la colección Exposición de la actual narrativa rioplatense y Hojas que caen sobre otras hojas, en la editorial Conejos. Ese libro obtuvo el Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires en la categoría libro de cuentos inédito, bienio 2010-2011. Sufrió los cambios naturales que le imprime el paso del tiempo antes de ser publicado por Conejos en 2017. Su novela Los años tristes de Kawabata obtuvo la Primera Mención en el Premio Clarín de Novela 2016.
"Fría luz de luciérnagas" fue publicado originalmente en el libro de cuentos Hojas que caen sobre hojas, por la editorial Conejos (2017). Se publica en #LaAquateca con permiso del autor.
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