Contaba mi abuela que allá en el norte, en la punta de la estancia de Pinas donde la provincia de Córdoba se hace riojana, si uno se acerca de noche al brocal de algún pozo suele sentir la cantarina voz del Dionisio Britos entonando una vieja zamba olvidada.
Sus manos hechas al pico y la barreta, duras como tosca, se hacían suaves cuando en medio del pichanal acariciaban la esquivez de alguna moza, se hacían leves pellizcando las cuerdas de su guitarra o tincando alguna caja en carnaval.
Y si bien era mentado como buscador de vertientes, no había otro con tanta fama de salteador y atrevido en esos montes.
-Boniito... ha salido el muchacho, ve -decían los viejos-. Buen pocero, pero no le dejen muchacha cerca porque si de cavar se trata, no distingue la tierra de una moza.
Infaltable animador de las pocas fiestas que había en esos pueblos, era capaz de comerse medio chivo él solo, y beberse de una sentada más de un cajón de cerveza, de esas enfriadas en arena y tapadas con arpillera mojada. Cantor y guitarrero, era la alegría hecha hombre, el Dionisio.
Sólo una vez lo vieron sosegado, con la voz acallada, y borrada su sonrisa.
Fue el día que bajó al pueblo y en el almacén de Don Cinecio compró unos clavos, tablas, algún pedazo de liencillo -como para mortaja dijo-, cinta negra y unas bebidas. Esa madrugada se había cortado la Dominga, llevándose con ella ese hijo que le venía empujando desde adentro.
Y el canto, ese canto alegre, tan de él, se le había ido con ellos.
Fue el tiempo de la sequía grande y viera usted cómo se morían acezando los pobres animales. Represas grandes, como la de Pinas, que entregaban agua mucho después del año, se habían secado.
Y era un continuo ir y venir del Dionisio. Que desbarrar un pozo, que buscar nueva vertiente, que cavar uno nuevo.
Cada vez más abajo se hundía el hombre, cada vez más abajo se escuchaba su voz, entonando alguna zamba olvidada, de ésas que supo bailar con la Dominga.
Los atardeceres lo veían surgir de los pozos cubiertos de arcilla, brotaba de la misma tierra como una roja vertiente, como aquel primogénito ser que algún Dios le dio vida.
Y como él, como ese primogénito Hombre, carenciado de afectos.
Estaba solo el Dionisio, demás solo se sentía cuando volvía a las casas, ya nadie lo esperaba, ya nadie le tendía el mate y la tortilla recién horneada en cuantito bajaba de su caballo.
Aduciendo miedo a pasmarse por los vientos que soplaban en esos páramos, el mozo ya no salía en todo el día del pozo.
Cuando mediaba el sol en lo alto se hacía bajar en el noqui alguna ollita con un sanco y agua, en un botellón retobado en lona.
Cada día pasaba más tiempo junto al oscuro, cálido vientre de la tierra, tan cálido y oscuro como el de su Dominga, que en paz descanse. Cada día se demoraba más en esa tierra henchida de promesas, anhelando verla parir la vertiente que calmara la vieja sed de su gente.
Calzando pozos y barreteando la dura tosca se le iba la vida al Dionisio. Hondo andaba el hombre en búsqueda de esa esquiva agua, cuarenta, cincuenta, hasta sesenta metros hundió al duro pico.
Después, protestando que se estaba más fresco que en las casas, también solía hacer noche en el fondo del pozo.
Quietas y silenciosas noches donde el tac-tac del pico y el duro golpe de la barreta, acompañaban el descanso de los puesteros cercanos, y se mezclaba con la oscura voz del Dionisio, hecha canto.
Y justito al año que se fue la Dominga, el monte amaneció sin el canto del pica-tierra.
-¡Eh! Dionisio! ¡Qué pasa hombre! ¡Contestá muchacho! -gritaba Don Tránsito al borde del pozo.
Nadie respondía al llamado. Desde abajo solo subía el silencio. Amoscado, y pensando en alguna broma del pocero, Don Tránsito le ordenó a uno de sus hijos que bajara a ver qué pasaba.
Al subir, el muchacho traía entre sus manos el gastado pico del Dionisio y el pedazo de lona que usaba el hombre para tapar sus vergüenzas cuando trabajaba. El Dionisio había desaparecido. Al otro día, con la fresca, cayó Don Tello, el Comisario de Los Huecos. Tomó unos mates, miró, mandó que un vigilante baje al pozo y decidió nomás que el Dionisio se había ido del pueblo sin avisar a nadie.
Cuenta mi abuela que nadie creyó lo que dijo, ni siquiera el mismo Comisario. Dicen los que saben que el Dionisio se hizo vertiente, y ahí anda el mozo convertido en fresca agua recorriendo los pozos de esos lugares, apagando la vieja sed de su gente. Otros afirman que el pocero se hizo tierra, buscando en ese vientre marrón, aquella esperanza perdida que se fue con la Dominga. Suelen creer en esos montes que si alguien se acerca de noche al brocal de algún pozo, escucha la honda voz de Dionisio Britos entonando alguna vieja zamba olvidada de ésas, que supo bailar con la Dominga.
publicado el 14 febrero a las 02:42
que puedo decir?que me alegra ver publicado uno de mis cuentos en este medio, simplemente gracias